En el programa “¿Qué fue de tu vida?”, Charly García le cuenta a Felipe Pigna, entre otras cosas, que su primera profesora de piano era muy buena y muy exigente, “un poco demasiado mística católica, y a veces me leía biografías de los grande músicos, y el mensaje era un poco… se llega a la sublimación a través del sufrimiento. Y entonces yo hacía cosa raras, viste, como lastimarme un poco…, para tocar mejor”. Y luego agrega que, cuando fue creciendo y  conoció a Los Beatles, se dio cuenta de que eso no era tan cierto, sufrir para ser artista, que había otros modos de conexión con lo artístico. Que los Beatles eran: “como una religión donde se podía componer… porque en la música clásica los grande compositores ya murieron, esa es un poco la regla. Entonces ser intérprete nada más me empezó a aburrir. Y cuando vi a los Beatles que hacían sus propias canciones, que estaban vestidos como estaban vestidos, el pelo largo, que se llenaban de plata, y millones de chicas aullaban por ellos… me dije, bueno, mejor esto.”. El genio del bigote bicolor nos muestra su pasaje, su conversión, el aprendizaje que lo llevó de la interpretación, a través de la repetición y el sufrimiento, a una modalidad artística ligada al goce y a la liberación personal. Ser interprete nada más, en su caso, le significó aburrimiento, por suerte. Y ese aburrimiento lo condujo a habilitarse como compositor, gracias a Dios, o a los Beatles.

   Hay dolores que no pueden evitarse pero sí podemos hacer algo con ellos. La sublimación es la capacidad de derivar energías hacia otros fines, con la idea de transformar el dolor en algo que no duela, o que duela menos. Y es a su vez una posibilidad de autodescarga, de liberación de esas tensiones direccionándolas hacia fines creativos. Por eso Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, insistió en la importancia de la sublimación y ubicó el trabajo intelectual y las producciones artísticas en un lugar ciertamente superior, aunque, según nos trasmitió, pocos pueden alcanzar esos objetivos. De allí deriva el malestar en la cultura y la neurosis instalada como la “normalidad” que nos apremia. Los seres humanos sufren y muchas veces no hacen nada con ese sufrir, a lo sumo, decía un psicólogo, si la mierda les llega hasta el cuello, piden que no hagan olas. Neurosis quiere decir crisis con el deseo, construir castillos en el aire y habitarlos imaginariamente. Neurosis  es soñar y esperar “un tiempo mejor”, aplazando los logros. Neurosis es poca autorrealización y por lo tanto demasiada vivencia de fracaso. Sólo los niños y los poetas modifican el mundo, escribió también Freud.

   Charly pudo modificar su mundo, desde luego que el nuestro también. Se reinventó tantas veces... De repetir la música clásica exigida por su profesora, a componer sus propias canciones y formar Sui Generis, dúo que disolvió en su mejor momento. De La máquina de hacer pájaros, a Serú Giran -los Beatles argentinos, como suele decirse-, que en el 92 regresaron sólo para demostrarnos lo geniales que eran. Y de su carrera solista, qué decir, que fue la fundadora de una modernidad, la que jugó con los raros peinados nuevos y las nuevas tecnologías a favor de la excelencia musical, que fue la que iluminó los 80 gambeteando la censura militar con metáforas y jugadas propias del Maradona del rock nacional. Y luego de caer en ese pozo negro, inentendible para muchos, como fue el período Sai no more, regresó con un disco memorable como Random, que más lo escucho y más fundamental me resulta, con letras exquisitas, autorreferenciales y con críticas sociales también. Sí, se puede, nos dice García. Se pueden demoler hoteles. Se puede diseñar la máquina de ser feliz. Y la felicidad tiene mucho que ver con la capacidad de invento, de creación, de recreación. Para eso hay que resurgir, aunque estemos verdes y no nos dejen salir. No poner delante lo imposible, no quedarnos paralizados en la “comodidad” de nuestro living, o mirándonos en el espejo virtual. El mundo no es el que nos venden, es el que construimos nosotros mismos.

   El pensamiento freudiano nos ha enseñado mucho de esa lucha que todo ser humano emprende en algún momento de su vida. La lucha entre el bien y el mal, entre lo bueno y lo malo, entre lo que quisimos decir y lo que finalmente dijimos, entre lo que se desea hacer y lo que se debe hacer, en definitiva, la lucha entre la vida feliz y creativa, o la muerte cotidiana y definitiva.

   Es sabido que muchas mujeres y muchos hombres se han sanado, incluso salvado, mediante el recurso de la sublimación, dirigiendo las energías inutilizadas, o gastadas en fantasías tóxicas, hacia zonas ligadas al trabajo creativo, el arte, o a las producciones intelectuales. En 1930 Freud publica un libro esencial para entonces y vigente aún, “El malestar en la cultura”. Libro en donde revisa el conflicto entre las pulsiones y la realidad, es decir entre lo más primario del hombre y la cultura. Que esa tensión, entre esos dos polos, da como resultado una pérdida, y que de esa pérdida surge el malestar en la cultura. Nuestro aparto psíquico busca siempre homeostasis, una suerte de felicidad, o tranquilidad, en el intento de alcanzar equilibrio, defendiéndose contra el sufrimiento, buscando placer, evitando el displacer. El entramado cultural impone que estemos quietos, que no nos rebelemos, y esas metas o aspiraciones que no logramos realizar, generan una acumulación de tensiones que luego pueden salir de manera violenta, sintomática. Freud no dice que: “Satisfacciones como la alegría del artista en el acto de crear, de corporizar los productos de la fantasía, o como la que procura al investigador la solución de problemas y el conocimiento de la verdad, poseen una cualidad particular que, por cierto, algún día podremos caracterizar metapsicológicamente”.  Corporizar, darle forma real a lo que habita en la fantasía, realizar lo pendiente, realizar, realizarse.  Quizá recién allí la vida alcance un sentido propio.

   La cultura y ciertas formas de la educación escolar y religiosa, son para que los sujetos se amainen, moderen sus impulsos, se ordenen en pos de una estructura. Charly García es el rey de un lugar al que acceden pocos, los que se animan a romper con las estructuras impuestas. Una noche que Charly tocaba en Obras y que llegué, como era y es mi costumbre obsesiva, con tiempo, casi puntual, se le antojó salir tres horas más tarde y tocó una hora. Al otro día, una joven e inexperta periodista lo entrevistó y le preguntó: “¿Por qué sos impuntual?”, a lo que Charly respondió: “Soy puntual, salgo a la hora que quiero”. Su reloj es su deseo. Su tiempo es el de su antojo. Es SU tiempo y no el impuesto por los organizadores del espectáculo, por la cultura. El público, el que no lo seguía habitualmente, se enojó con su tardanza y con el “poco” tiempo que duró el concierto. El público capitalista, el que paga y exige, el que pretende que se le dé por lo que pagó, como si el arte fuera una mercancía, algo cuantificable. Yo por entonces ya era psicoanalista y juro que no me enojé, porque aprendí, con Charly también, que es el deseo el que debe comandar nuestras vidas, aunque los otros se enojen.