El proyecto político que ha llegado al poder en 2015, encabezado por Mauricio Macri, y que ha ganado de forma contundente las elecciones legislativas del último domingo, conjuga en su programa político tres ejes fundamentales: 1) Un eje político que se basa en la instauración de una pretensión de eficiencia  técnica en la forma de hacer política por medio de la negación del conflicto, y la producción de narrativas superficiales y flexibles que apuntan al votante individualizado; 2) uno económico a través de la consolidación de un modelo de ajuste y distribución regresiva de reivindicación clasista; 3) y uno cultural: la creación de usuarios y  consumidores fragmentados, ya no ciudadanos de derecho, sin más que vínculos necesarios con el contexto histórico y la sociedad, con consumos culturales eventuales y formas de pensamiento funcionales a las exigencias de la “modernización”.

            Para consolidar lo que ellos denominan el “cambio”, necesitan sin lugar a dudas de las tres esferas. Sin embargo ninguna reforma política o económica que no vaya acompañada de un verdadero cambio cultural puede llegar a ser efectiva y sostenible en el tiempo. De modo que  la intervención cultural, en el marco de la sociedad contemporánea, resulta clave a la hora de construir buena parte de su poder (y dominación) a partir de mecanismos de manipulación simbólica.   Sin ir más lejos, la crítica que se la ha hecho al Kirchnerismo, desde vastos sectores del peronismo y la izquierda, es que no logró consolidar de forma definitiva dispositivos socio culturales para construir una nueva hegemonía así como narrativas legitimadoras de sus ideas y compromisos políticos. Pues  desde Cambiemos parecen sí tener la fórmula de la felicidad y no resulta casual dado que, en un contexto internacional favorable a la convergencia y la concentración, cuentan con la mayoría de los dispositivos de producción simbólica, tanto públicos como privados.

            Desde la gestión cultural el Gobierno ha sido inteligente para iniciar múltiples frentes de batallas por el sentido a través de dispositivos y aplicaciones, siempre matizados bajo un frío manto de marketing y la falsa neutralidad de “lo cultural”. Esto acompañado de un proceso de desjerarquización de los organismos públicos ligados al sector, el vaciamiento de programas y políticas ligados al fortalecimiento de procesos de transformación e inclusión social, la desregulación de las Industrias Culturales, el desconocimiento de la figura del Trabajador de la cultura  y la multiplicación de actividades eventuales, llamativamente parecidos a festivales mainstream y comerciales que no trascienden en el tiempo.

            Pero la principal de las batallas, que atraviesa todo lo anteriormente mencionado, que ha comenzado hace unos meses y crecerá con fuerza de aquí a 2019, es la instalación de un modelo cultural basado en el “Negacionismo”. Me refiero a la necesidad del modelo económico y político de generar proceso de pensamiento deshistorizantes, acríticos, fragmentados, que apunten exclusivamente a pensar el futuro negando el pasado y la historia. Dicho modelo de interpretación ya ha tenido sus primeros avances en acontecimientos como el intento por aprobar 2x1 para los genocidas, los billetes que reemplazas próceres por animales, los pedido de reconciliación con los genocidas de algunos funcionarios y referentes del Gobierno, o la nula política de DDHH llevada adelante, hechos que a priori parecen ser no estrictamente culturales, pero lo son.

            Pero ahora desde el propio Ministerio de Cultura de la Nación se ha iniciado la batalla sin pudor ni filtros (y aquí me atrevo a decir que se verán envalentonados por el efecto casi nulo que tuvo el caso de Santiago Maldonado en el resultado electoral), que tendrá como aliados clave al Sistema de Medios Públicos, conducido por Hernán Lombardi, y el Ministerio de Educación de la Nación, a cargo de Alejandro Finocchiaro, y luego se extenderá al resto de las carteras. El primer grave antecedente fue el encuentro "Ideas. Pensemos juntos el futuro” organizado por la Secretaría de Integración Federal y Cooperación Internacional del organismo que dirige Pablo Avelluto en septiembre de 2017, donde estudiantes destacados de todo el país participaron de  debates y charlas magistrales con intelectuales extranjeros y nacionales.

            En dicha ocasión los puntos claves fueron la estigmatización de las luchas por la Memoria, el cuestionamiento a las banderas de “Justicia, Verdad y Memoria”, y el relato a favor de un discurso de “reconciliación” que apunta a destacar las ventajas de la “impunidad” y el "olvido". En una nota que salió en Página/12 días después del encuentro, estudiantes que habían participado e investigadores denunciaron que “los debates rondaban en torno al hecho de que recordar generaba reacciones tóxicas”. Incluso en algunos ejercicios se citaban frases como: "La memoria genera acciones de horror”;  "La democracia es la dictadura de las mayorías”; “es necesario olvidar para construir la paz”;  “para reconciliarse hay que tolerar cierto grado de impunidad”; y “Hay que aceptar cierto grado de impunidad en pos de la paz”.

            La línea discursiva anteriormente mencionada se constata en los discursos infantilizados y lineales que esgrimen diariamente los miembros del actual gabinete y la linea política que han llevado adelante hasta el momento, que buscan eliminar la idea de la política como conflicto de intereses. Sin ir muy lejos el último domingo luego de conocerse el resultado favorable al oficialismo, en su disertación la vicepresidenta de la Nación Gabriela Michetti expresó: "No va a ser una elección legislativa más, sino que recordaremos que el país está dirimiendo entre mirar al futuro o al pasado, vivir en paz o en confrontación permanente, en la verdad o en la mentira y la ficción".  

            Este método es muy efectivo a la hora de crear sentido común. Mientras generan múltiples dispositivos de criminalización de la protesta, eliminan los vestigios de "kirchnerismo" de las filas estatales, etiquetan a la principal fuerza opositora como el “pasado”, y a quienes reclaman por sus derechos como los productores del conflicto social, elevan las banderas del diálogo y se esgrimen como los salvadores de la República. Generan así un paisaje atractivo para quienes pretenden “vivir en paz” mientras instalan la idea de una democracia utópica sin confrontación, un pueblo sin disputas. Venden un futuro idealista y descontextualizado, ligado más a las expectativas sueltas e individuales que a un modelo colectivo y diverso, en el que son protagonistas los modelos del emprendedorismo y la meritocracia.

            Negar el conflicto es negar la historia. Justamente los dispositivos deshistorizantes y negacionistas tienen el objetivo de quebrar el pensamiento racional y relacionan que ata las causas con las consecuencias, y crear relatos fragmentados, pegadizos y de fácil reproducción. El mismo método que se usa en publicidad. De forma ilustrativa podemos decir que corta la cinta de la película, borra los fragmentos que no sirven y elige  los fotogramas claves  que encajan en la estructura cognitiva del ciudadano promedio para generar expectativas de un futuro prospero a costa de negar el pasado y la historia.