Esta es la desconcertada pregunta que un sector de la dirigencia política, mordiendo bronca, tragando angustia, se formula todos los días. ¿Cómo Cristina Fernández de Kirchner todavía sigue concitando adhesiones, recogiendo afectos, sumando voluntades? ¿Cómo –después de años de acusaciones de la prensa, de asedios judiciales, de “revelaciones” de los servicios de inteligencia- todavía la ex presidenta puede hablar en público, generar convicción, llenar estadios? ¿Por qué extraños fenómenos de la condición humana –piensan ellos-, Cristina lidera la intención de voto en la provincia de Buenos Aires -el distrito más decisivo del país?

         Más allá de la mala fe de ciertos actores del oficialismo empeñados en apelar a todo para desacreditarla, este desconcierto es genuino. Honestamente no pueden, no saben responder a esta pregunta. Eduardo Fidanza confesó hace poco, en su columna del diario La Nación (“Si Cristina ganara en octubre”), este grave problema de comprensión: “Para la gente educada es fácil aborrecer el populismo, lo difícil es entenderlo”. Crudeza de Fidanza –tal vez brutal su tosca apelación a la “gente educada”- que nos revela una sincera imposibilidad. Y acá debemos decir que ante esta carencia de comprensión intelectual, la tradición liberal argentina apeló siempre a dos grandes y recurrentes tópicos en busca de causas sobre la adhesión de los sectores populares a determinados proyectos políticos: la patología o la corrupción. El pueblo ha apoyado esos proyectos por una disposición enfermiza (o sus variantes de ignorancia o ingenuidad mórbida –“el crédulo amor de los arrabales”, decía Borges en un texto sobre Evita) o por una rastrera intención venal (sus ansias inmorales de dádivas y sobornos). En esos dos campos basculan las explicaciones, que jamás admiten la posibilidad de una decisión racional, una opción cabal de un sujeto a un ideario político popular.

         Esta incapacidad es añeja. Al infatigable y agudo Sarmiento se le planteó en varias oportunidades el mismo interrogante y si bien construyó y ayudó a consolidar esos tópicos de enfermedad y corrupción, también se declaró inhábil para hallar otra explicación. Recordemos cuando por primera vez se ve frente a frente con las tropas de Rosas –de cuya lealtad y entrega no duda-. En su Campaña en el Ejército Grande deja escrito un testimonio llano de esa imposibilidad de comprensión. Se pregunta por qué lo han seguido y venerado, pese a tantas privaciones y sacrificios. Después de exclamar “¡Qué misterios de la naturaleza humana!”, termina preguntándose atrozmente: “¿son hombres estos seres?”.

         La misma ineptitud para aceptar que millares de paraguayos dieran su vida en defensa de su territorio, a las órdenes del mariscal Francisco Solano López en la infame guerra de la Triple Alianza: “Si aún quedan simpatías por López es preciso creer que hay aberraciones inexplicables en el espíritu humano” – admite Sarmiento.

         Lo inexplicable, entonces, desde la perspectiva liberal, rodea los fenómenos populares y plantea desde siempre sus enigmas, apelando a los viejos expedientes de la ignorancia enferma y la corrupción irremediable.

         En el citado artículo de Fidanza leemos que “a medida que se desciende en la escala socioeconómica, se amplía la controversia porque empiezan a aparecer voces que reivindican a Cristina…”. Y son voces dantescas las que se escuchan a medida que se baja a ese infierno. Pero si hablamos de descensos a círculos infernales el que mejor los ha descripto es Jaime Durán Barba al reseñar el curioso y monstruoso bestiario que constituye el “voto duro” de Cristina Fernández de Kirchner: los “vinculados a la economía informal, los que producen o venden mercaderías con marcas falsificadas, los que viven de subsidios, los que son parte del millón de personas vinculadas al narcomenudeo en la Ciudad y en la Provincia, los que tienen poca información de lo que ocurre en el mundo, los que creen en líderes mesiánicos” (diario Perfil, Los votos duros, 23/7/17). Acá tenemos casi completo, compendiado en pocas líneas, el repertorio con el que desde el siglo XIX la conciencia liberal argentina aborda las opciones políticas de los grandes segmentos populares de nuestra sociedad.

         “¿Son hombres esos seres”? –se preguntaba Sarmiento. ¿Hay dudas sobre lo que respondería Durán Barba?

         Agreguemos dos ejemplos más, no sólo para marcar la vigencia del enigma sino para subrayar la estructural ineptitud comprensiva de los forjadores de esa conciencia liberal: Fernández Díaz le reprocha a la gobernadora Vidal que “no acierte en denunciar con firmeza este malentendido, este escándalo patológico de la política” consistente en un eventual triunfo de Cristina Fernández (“El país se juega su destino a suerte y verdad”, diario La Nación, 30/7/17). Aberraciones inexplicables del espíritu humano, escándalo patológico de la política, guardan plena correspondencia con las recientes declaraciones de Graciela Ocaña, quien interrogada sobre las adhesiones que genera la ex presidenta, contestó en estos términos: “bueno… hay gente que sigue una secta” (programa A dos voces, canal TN, 31/7/17).

         Fanáticos sectarios, crasos ignorantes, simples bandidos. Nunca, entonces, decisiones inteligentes, opciones respetables de ciudadanía, elecciones que atiendan honrada y racionalmente un interés subjetivo o colectivo.

         ¿Por qué Cristina, entonces, si no aceptamos como límite de comprensión la incapacidad conceptual del liberalismo argentino? Porque la ex presidenta pertenece a una tradición de liderazgos populares que –más allá de aciertos o fallas- ha reconocido algo simple y fundamental, completamente abolido por el ideario liberal: que en las filas del pueblo habita la condición humana. Ni más ni menos. “Perón les habla de igual a igual”, decía Rodolfo Walsh en 1957 cuando ensayaba su primera aproximación al fenómeno de masas del peronismo.

Sujetos con deseos de descanso, de cultura y esparcimiento, con ansias de progreso material y espiritual, con predilecciones y gustos alimenticios, con sencillos afanes de confort que implican no pasar fríos invernales o calores veraniegos, con ambiciones de vestuario y de automóvil, con inquietudes comunitarias o intelectuales, en fin: con aquello que un sujeto de este siglo en esta parte del mundo tiene derecho a desear y gozar. La tradición de los gobiernos “populistas” –como los estigmatiza el oficialismo- al que Cristina pertenece, ha reconocido siempre derecho a esos deseos. Y eso forja en la memoria colectiva lealtades y huellas duraderas, que el asedio continuo de las cadenas de comunicación de las grandes corporaciones no logra suprimir como ambicionan. Nada es absoluto ni ideal, pero cualquiera que no haya resignado su capacidad de pensar a favor de los medios de colonización, puede registrar la enorme cantidad de experiencias simples y sencillas que testimonian que en los años kirchneristas se podía trabajar, vacacionar, comprar (¡y usar!) un aire acondicionado, plantearse una carrera universitaria, andar en automóvil, comer afuera o reformar la vivienda.

         Simplemente eso –y no aberraciones delictivas o fanáticas- es lo que puede contribuir a entender por qué Cristina.