Se sabe, y nos lo hacen saber, hacia dónde va el gobierno.  Y hasta nos refriega en la cara hacia dónde no va a ir y hacia dónde no va. No va hacia el lado hacia donde queremos ir nosotros. Eso está claro como una foto artificial infantil auspiciada por padres fatuos. Nos golpean en las neuronas del cerebro del  que Facundo Manes parece haberse apropiado como un latifundista orgánico, y al que todo el PRO activo y excitado sigue vaciando con alegría anticartesiana. Pero ¿Hacia dónde vamos los que hasta hace unos meses íbamos juntos? ¿Y hacia dónde irán los que ya no ven ni les dejan ver el camino por dónde van? Sabemos hacia dónde quieren ir los periodistas enfáticos del periodismo que tanto los cautiva y los hace cautivos felices. O periodistas resignados e indignos que se defienden de si mismos como si no los condenara el subconsciente. Y se sabe adónde quieren ir las nuevas “almas bellas” que antes aparentaban venir junto a nosotros y ahora quieren ir junto a los otros para seguir siendo bellamente inocuas. Pero ¿Hacia dónde deseamos y queremos ir ahora mismo nosotros? ¿Hacia qué lugar o no lugar, hacia qué pasado o futuro, realidad o utopía? ¿A quién seguimos, a qué señal, a cuál plaza o piquete, a qué mensaje; y a qué entusiasmo, a qué desgarro o autocrítica fácil o abstrusa, catárquica o masoquista? Resulta difícil no dudar de la señal o del emisor aun cuando los indicios nos resulten confiables. Si el amor no es eterno menos lo será un sentimiento o ideal político. Es esta la encrucijada. Qué difícil es saber, a esta altura del extravío y la desorientación, hacia dónde iremos los que no queremos ir con los que van ahora hacia otro lado.

Y aunque masivamente es para joderse no es para desesperarse. La misma duda de hacia dónde iremos o quiénes vamos es una prueba de vida. Si no nos planteáramos el interrogante estaríamos fatalmente perdidos. Los leales no tienen que probar nada; los judas tienen que salir a lavarse las manos y no hay detergente explicativo que lo consiga. Pero estamos en el camino, caminando, mirándonos, escuchándonos, volviendo a aprender a querernos. Y oliéndonos corporalmente sin discriminar por sudor o desodorante. Ni por antigüedad, escalafón o horas extras. Ese, el de la lealtad entre nosotros, es el camino por dónde tendremos que ir los que vamos. Y si tenemos que ser “intratables” no caigamos en la amabilidad hipócrita.  Vayamos juntos los leales, los simples, los instintivos y plebeyos de casta o de alma sin alardear de nombres propios, identificaciones ni rangos. Es que los nombres mañana podrían quedar viejos y traicionarse. O traicionarnos. Judas, traidor a solas, se hizo más famoso que las muchedumbres de leales que desde hace más de dos mil años no son ingratos ni traidores. No erremos para que los pocos aparenten ser muchos. Vayamos con fuerza y en paz; pero intratables para los intratables.