En los estudios de los regímenes políticos latinoamericanos hay una problematización del rol de las élites tecnocráticas en los gobiernos. Una de las reflexiones pioneras fue la del politólogo argentino Guillermo O’Donnell en su conocida investigación sobre el estado burocrático – autoritario (O’Donnell 1982, 1975). Desde sus primeras elaboraciones, el autor utilizó esta categoría para referirse a regímenes socialmente excluyentes, producto de golpes de estado con ruptura del orden constitucional, sin competencia electoral y con control y represión de la participación política de los sectores populares, en los cuales los actores principales de la coalición emergente son los tecnócratas de alto nivel, tanto militares como civiles, dentro y de fuera del estado. Estos tecnócratas, dice Guillermo O’Donnell, entran en estrecha asociación con los capitales extranjeros. Los casos que inspiraron al autor en su conceptualización del estado burocrático autoritario fueron la dictadura iniciada en Brasil a partir de 1964, la Argentina de las dictaduras de Onganía y Lanusse entre 1966 y 1972, la dictadura de Pinochet, iniciada en 1973 hasta 1990 (aunque la investigación de O’Donnell abarcó sus primeros años y no la totalidad del período), y el proceso similar sufrido en Uruguay por aquellos años. Naturalmente, la dictadura cívico-militar argentina entre 1976 y 1983 también entró en la caracterización o'donnelliana del autoritarismo burocrático. Categoría que se utilizó, luego, para estudiar regímenes autoritarios fuera de la América del Sur, que han incluido diversos momentos del franquismo o las administraciones del PRI en México. 

Para O’Donnell, el modelo burocrático autoritario es un producto de la promoción de la industrialización avanzada. En su ya clásica formulación, el autor identifica tres momentos o dimensiones cruciales de la modernización socioeconómica, que se interrelacionan políticamente: (i) la industrialización, sobre todo la transición inicial hacia la producción de bienes de consumo y la subsiguiente profundización, que incluye la producción de bienes intermedios y de capital; (ii) la activación política de los sectores populares; (iii) el crecimiento de los "roles tecnocráticos" en las burocracias privadas y públicas. 

Estos roles tecnocráticos serían consecuencia de la relación entre Estado y Sociedad que emana del régimen. Los altos niveles de diferenciación social que acompañaban a la industrialización condujeron también a una ampliación del papel de los tecnócratas en la sociedad, tanto en el sector privado como en las burocracias civiles y militares del sector público. Estos tecnócratas tienen un bajo nivel de tolerancia hacia las continuas crisis políticas y económicas, y los altos niveles de politización del sector popular los perciben como un obstáculo al crecimiento económico. Entre los militares, esta nueva orientación tecnocrática se refleja en lo que se ha denominado “nuevo profesionalismo”, dirigido a la intervención militar activa en la vida política, económica y social. En el régimen burocrático autoritario explicado por O’Donnell, el aumento de la comunicación entre los tecnócratas militares y civiles, y la creciente frustración de ambos ante las condiciones políticas y económicas existentes estimula el surgimiento de una coalición golpista que, en última instancia, establece el sistema burocrático-autoritario represivo con el objetivo de poner fin a la crisis política y económica. 

De esta forma, la relación entre los roles tecnocráticos y la deriva autoritaria parece inevitable. Por eso, concluye O’Donnell, el éxito de la transición es crucial para el de estos sistemas en sus propios términos. Lo que explicaría el contraste entre la experiencia brasileña posterior a 1964 y la experiencia argentina posterior a 1966; cuando las crisis previas al golpe son muy intensas y la nueva coalición tecnocrática las percibe como una amenaza importante al orden establecido, como sucedió en Brasil, la nueva coalición está más cohesionada y es más capaz de mantener el control político frente a esas presiones internas. El ascenso de los empresarios nacionales acaba produciéndose, pero sólo cuando la garantía de estabilidad económica y política a corto plazo ha asegurado grandes inyecciones de capital extranjero.

Una conceptualización alternativa a la de O’Donnell es la que encontramos en el trabajo de Jorge Domínguez (1997). Realizado años después, democratización regional mediante y ya en plena década de reformas económicas neoliberales. Aunque no tan influyente como el trabajo señero de O’Donnell sobre el estado burocrático autoritario, lo de Domínguez es representativo de una camada de investigadores de la ciencia política latinoamericanista que asumió el reto de pensar el rol de tecnócratas y élites económicas en el contexto de un régimen democrático competitivo. Domínguez, académico de la Universidad de Harvard, define a un tipo de economistas, a los que llama technopols, que han cumplido un rol importante en la vida política y en la liberalización política y económica de varios países. Los technopols asumen un papel de especialistas, técnicos o científicos capaces de generar y persuadir, a partir de sus ideas, sobre políticas deseables, disminuir consecuencias negativas de aquellas políticas necesarias y, en circunstancias favorables, hacerlo de manera eficaz. Son políticos-economistas agentes de cambio, si son capaces de entender la política nacional y si se les permite ser abiertamente “pols”, sin llegar a ser “marionetas”. Son tecnócratas, que se presentan como imparciales y desideologizados, pero también son líderes políticos, que postulan políticas racionales. Y que pueden operar a través de diferentes enfoques y aportar sus ideas a la vida nacional, sin distinción del régimen político que acontezca.

Estos “seres atemporales” con alto entrenamiento técnico, dice Domínguez, han estado allí siempre, y han participado en una diversidad de culturas y sistemas políticos, combinando y logrando sortear la tensión entre sus conocimientos expertos, las habilidades políticas, la administración, e incluso sus pasiones, en una proporción necesaria para el contexto en el que se lo requiera. La presencia de los technopols en las democracias de América Latina durante los años 90 es una suerte de reconocimiento a sus habilidades y a su capacidad para generar opciones en un escenario de mercado abierto, bloqueando la arbitrariedad del pasado, sorteando la realidad con estándares profesionales. Este particular decision maker, mezcla de técnico y político, está vinculado a la implementación de las reformas neoliberales en América Latina. Estas figuras públicas supieron “hacer de la economía algo político” y también hacer alianzas políticas para gobernar más efectivamente. Domínguez tiene en mente, entre otros, a Domingo Cavallo; los technopols han hecho las políticas económicas aceptables para el público en general, tanto en contextos democráticos como autoritarios. Pero según Dávila Avendaño, para Domínguez no hay relación entre los technopols y el régimen político, pues ellos ofrecen una metodología para comprender los problemas sociales y ella descansa en la habilidad para llegar a una solución óptima para cualquier problema, puesto que sus criterios claves para la acción son el realismo y la eficiencia; los technopols son una variante de los tecnócratas, que también son líderes políticos”(Dávila Avendaño, 2010, pág. 204).

Simultáneamente a este redescubrimiento del rol de los tecnócratas en el proceso de reformas neoliberales latinoamericanas, Stiglitz también va a abordar el fenómenos político de los economistas. En Malestar de la Globalización (2002) el autor explica en primera persona, a partir de su experiencia, que las transformaciones en el enfoque de los organismos internacionales como la Organización Mundial de Comercio, el Banco Mundial y especialmente el Fondo Monetario Internacional fueron llevadas a cabo por economistas connotados. Stiglitz nos cuenta el modo en que éstos organismos tomaron las decisiones y establecieron (y siguen estableciendo) las políticas que ellos consideraban necesarias y correctas. Su crítica no se dirige a la globalización económica en sí, sino a su gestión -o mala gestión- durante las décadas de 1980 y 1990. En su análisis combina una lectura sobre el significado de la información económica en un mundo globalizado, y de la falta de ésta, con la necedad ideológica de algunos de estos tecnócratas de los organismos internacionales, lo que resultó en consecuencias más que desfavorables para el mundo en desarrollo. Stiglitz defiende la necesidad del debate democrático, de la expresión libre de ideas, de la transparencia como esenciales para profundizar sobre las medidas que deben tomarse sobre algunas partes del mundo por parte de los que tienen en sus manos tales resoluciones, y que por otro lado deben ser conocidas por aquellos que son afectos por ellas. El su objeto de su crítica más acérrima termina siendo el FMI, al que describe como falto de valores y abundante en hipocresía, por la carga ideológica con la que trató políticas y recomendaciones de política, obteniendo pésimos resultados y generando más que externalidades negativas. Sus agentes decisores, los economistas que impulsaban o implementaban sus recetas, defendían determinados intereses.

Mariana Heredia (2015) por su parte intenta comprender, a partir de una metodología sociológica y desde una perspectiva argentina, cuándo y cómo los economistas se convierten en agentes determinantes en la política. Para la autora en la segunda mitad de los años 70 se yuxtaponen procesos y fenómenos que hacen posible erigir a los especialistas económicos en autoridades públicas: la inflación, por un lado, como un fenómeno que desbordaba la realidad, como una especie de flagelo; y por otro, las malas prácticas económicas y malas decisiones políticas por parte de las autoridades. Esto, junto al creciente reproche de la sociedad, reafirma a la ciencia económica en el lugar que estaba comenzando a ocupar. Y así, los economistas se convirtieron en garantes de “objetividad” y “racionalidad”. Los expertos emprendieron en ese momento una función política en Argentina, y desde entonces pretenden hacerlo desde la racionalidad técnica.