I

Explosivos

   Al grito de: “¡Hay una bomba! No es un simulacro”, se inició una seguidilla de amenazas telefónicas en distintos colegios secundarios. En principio en la zona Oeste, para luego extenderse por otras localidades de Buenos Aires. Más de mil llamados, más de mil mentiras; por suerte no se encontró ni una sola bomba. Finalmente algunos adolescentes fueron descubiertos. Pero hoy, una vez más, el debate social pasa por las sanciones que merecen los amenazadores y no por las razones que llevaron a que los adolescentes trasgredan. Este es un mundo en el que se prefiere el castigo al replanteo, porque el replanteo muchas veces implica la responsabilidad de los mismos que piden el castigo.

   Estando en el momento en el que estamos en la historia de la humanidad, tiempos de una crueldad sin precedentes, de un terrorismo que se propaga por distintas ciudades del mundo como una peste sin freno, no era imposible que sucediera un ataque terrorista en Buenos Aires. Los “sabiondos”, siempre presentes en el banquete de la lengua suelta, referían que un ataque terrorista nunca se anticipa, que no hay un llamado previo, que los terroristas atacan y punto. Algo similar sucede con las ideas entorno a los suicidas. Varios cerebros pertenecientes al mundillo de las ciencias humanísticas insisten, a pesar de que el cementerio esté poblado de suicidas que amenazaron con matarse en variadas ocasiones hasta concretar el acto final, que aquel que amenaza con matarse nunca lo hace. Lo que acontece en las grandes ciudades del mundo, y que lamentablemente es noticia todos los días, podría suceder por estos lados también.

   Si bien en ningún colegio explotó una bomba, sí, luego de las amenazas, hubieron detonaciones psíquicas. Muchos niños, docentes y padres, ante las primeras amenazas de bomba se aterrorizaron de verdad, al punto de desencadenar cuadros fóbicos, ataques de pánico, o, mínimamente, y no sin consecuencias en el psiquismo y en la vida cotidiana, estados de tensión, ansiedad y angustia. Las amenazas instalaron un clima de pavor y de desorganización de la vida cotidiana.

   Desalojaban los colegios para buscar las bombas. Pero los explosivos estaban afuera, entre los desalojados: los adolescentes.

   Supervisando a un equipo profesional, me presentaron el caso de una adolescente de 14 años, vulnerable y por lo tanto expuesta a diversas situaciones de riesgo. El psicólogo sostenía que se trataba de una paciente con un “trastorno límite de la personalidad”. Le señalé que creía que no, que la joven no tenía aún una estructura armada, que se me ocurría que no tenía que ver con un trastorno límite de la personalidad sino con un trastorno de la personalidad por falta de límites.

II

¿Límites precisos? ¿Medidas de abrigo?

   Mientras trabajé con adolescentes privados de la libertad, me llamaba la atención cuando en vez de cárceles, los profesionales solían decir que trabajaban en “institutos de máxima seguridad” o “de límites precisos”. Tal vez llamen así a esas lúgubres instituciones para atenuar la contundencia que implica en el decir, que se trata de cárceles y que son adolescentes los que están presos allí. Sí, los adolescentes necesitan de máxima seguridad, pero en y desde lo familiar y lo social, y necesitan de límites preciso, o mejor dicho precisan límites, pero no los de las cárceles. La cárcel es la señal de que algo falló antes, es el resultado del fracaso social, familiar y finalmente el singular. Es, en definitiva, el fracaso de uno de los nuestros que no encontró su lugar en armonía con los semejantes. Y como el sistema suele saturarse y muchos se quedan atorados en la panza del embudo y no alcanzan a construir vías válidas para andar entre los otros, soportando, en términos freudianos, el malestar en la cultura, se terminan armando leyes, “criminales” e instituciones, para rehabilitar al que nunca estuvo habilitado o para separar al que no se “adapta” al sistema.

   “Deberíamos tomar una medida de abrigo”, es otra de las frases que suelo escuchar comúnmente en boca de los profesionales a los que superviso. Los profesionales hacen lo que pueden con los recursos institucionales con los que cuentan, que en general son escasos, e intentan hacer algo con lo que falla desde el Estado y que hace agujero en las bases mismas de los cuidados y la formación de los niños y adolescentes. Un Estado que suele desproteger a los más necesitados. Entonces se intenta después el abrigo y el cuidado a quien antes fue desabrigado y descuidado. Pero después, muchas veces, es sinónimo de tarde. 

   La medida de abrigo es una medida de protección excepcional de derechos, que tiene como objeto principal, brindar al niño, niña o adolescente, un ámbito alternativo al del grupo de convivencia cuando en éste se encuentren amenazados o vulnerados sus derechos. Pero para una verdadera solución hay que ir a las razones profundas: las que llevaron a que un sujeto quede amenazado o vulnerado y que luego amenace o vulnere a otros, efecto dominó de lo no resuelto que, como diría Freud, retorna incesantemente.

III

La singularidad

   Para el discurso psicoanalítico no hay adolescentes sino EL ADOLESCENTE, por eso es común que  a los psicoanalistas nos escuchen decir que lo importante es el “caso por caso”. Paso a paso, caso a caso. Si bien es significativo conocer qué sucede en cada ciclo vital, lo fundamental es ir al centro de cada vida, de cada ser que, más allá de pertenecer a un tiempo, un lugar y una etapa, es un sujeto único con las cargas y las marcas propias de su existir.  

   Las leyes son necesarias para el armonioso o equitativo vivir, pero los agentes del poder de turno también hacen, de ciertos colectivos, criminales. Cuando Cesare Lombroso (criminólogo italiano 1835-1909) decía que la causa del criminal había que buscarla en las fuentes físicas y biológicas, en realidad lo que estaba haciendo era describir al italiano de clase baja, a la ajenidad, lo opuesto a su clase. No es extraño que el poder se sirva de las ciencias o que los científicos trabajen al servicio del poder para construir esos “otros” detestables, equívocos, desviados. El juego perverso de la humanidad es cíclico: inventar una raza “superior” para aniquilar a otra. Esclavos, criminales, negros, judíos, homosexuales, pobres, etc., han servido a través de los tiempos, y aún hoy se los utiliza, para establecer, al decir de Sartre, que el infierno son los otros. La criminalización es un proceso de construcción social de lo que es “ser un criminal” y consecuentemente de la sanción que merece. Por eso con el tiempo han cambiado tanto las leyes como los modos de castigo cuando éstas han sido infringidas. Del ojo por ojo y del castigo de los cuerpos, al encierro, donde se castiga la libertad, aunque también el cuerpo, encerrándolo. Las etiquetas, como los diagnósticos, cambian históricamente y muchas veces con malas intenciones, al modo de la purga, como limpieza de sobrantes en un mundo superpoblado y sin lugares para todos.

   Más allá del discurso social, jurídico, y la sanción que se implemente, el psicoanálisis trabaja para que emerja la responsabilidad subjetiva. Que el sujeto sepa qué es lo que hizo en su hacer.   

   ¿Cómo pensar la responsabilidad subjetiva de los adolescentes en tiempos de la evaporación de las figuras paternas? El llamado al 911 y a las direcciones de las escuelas por parte de los adolescentes, es una modalidad de trasgresión que, más allá de que merezca una sanción, merece, por encima de todo, una reflexión. Los adolescentes trasgreden desde siempre, es su forma de conocerse y de autoafirmarse, pero también, con estas exploraciones, convocan a los adultos responsables, cuando los hay, para que los orienten. Los adolescentes se ponen a prueba y ponen a prueba a los adultos. En este caso, vía las amenazas de bombas, sus actos causaron una explosión social. Y entonces la sociedad, una vez más, salta cuando le tocan el culo, pide castigo y que se baje la edad punible.  Aunque los encierren, los manden a la guerra, les vendan drogas, les taponen el acceso laboral, los violen y maten, los adolescentes seguirán amenazando el orden establecido y de mil formas, hasta que sean escuchados de verdad.