Me crié en una sociedad apolítica. Una sociedad todavía agonizante por la dictadura militar y entregada a las políticas del neoliberalismo. Durante los '90 todos éramos anti-sistema y estábamos solos. El rock -dicho no sólo por mí sino por grandes referentes de la música- era el lugar que cobijaba a aquellos huérfanos políticos que veíamos que todo estaba mal. Aquellos zombis que deambulábamos sin pertenencia por los sótanos de la Capital y el Conurbano, donde las paredes transpiraban sangre. Teníamos tanto para decir, por eso el rock era tan rico, tan importante, era nuestra manera de militar, nuestra forma de protesta, de lucha, de argumentación.

Hace varios años que el rock no es el mismo. Todo cambió. Las bandas cambiaron. Ya no encontramos esa rabia que nos identificaba, ese himno de rebeldía contra las autoridades, esos gigantes que se erigieron desde el barrio. Ya no están las zapatillas gastadas, la pobreza a flor de piel, el canto de una inmensa clase baja que no tenía otra que agarrar la guitarra y gritar lo que pasaba. Y si bien eso nos demostró que algo andaba mejor, también nos quedaba un dejo de nostalgia por lo que alguna vez fue el rock nacional: un movimiento más que un estilo de música.

Hoy quizá sea la oportunidad de volver a empezar. Y sí, también nos queda este dejo de nostalgia por lo que alguna vez fue sentirnos identificados con nuestro país. Tal vez sea momento de volver a convertir las guitarras en fusiles, las baterías en antiaéreas, los micrófonos en granadas, y alzar nuestras voces contra el neoliberalismo, contra los imperialistas, contra la represión, contra la pobreza, contra los poderosos, contra los medios, contra la mentira, contra la injusticia.

Quiza, éste sea el renacimiento de aquel rock que muy en el fondo extrañamos.