El reciente fallecido Scott Weiland tuvo dos hijos con Mary Wieland, Noah de 15 años y Lucy de 13. Tras su muerte, la exmujer decidió escribir una dura y muy sincera carta en nombre de sus hijos, en donde cuenta las tristes verdades sobre la relación que tenía con ellos y los continuos problemas que traían sus adicciones.

La carta:

El 3 de diciembre de 2015 no es el día en el que Scott Weiland murió. Es el día oficial en el que el público llorará su muerte, y fue el último día en el que pudieron ponerle frente a un micrófono por el beneficio económico o el disfrute de otros. La efusión de condolencias y oraciones mostradas a nuestros hijos, Noah y Lucy, ha sido abrumadora, agradecida e incluso reconfortante. Pero la verdad es que, como tantos otros niños, perdieron a su padre hace años. Lo que perdieron el 3 de diciembre fue la esperanza.


No queremos quitarle importancia al increíble talento de Scott, su presencia o su habilidad de encender cualquier escenario con su electricidad brillante. Mucha gente ha sido lo suficiente amable como para apreciar su don. La música está aquí para quedarse. Pero en algún punto alguien necesita dar un paso al frente y señalar que sí, que esto volverá a pasar, porque como sociedad casi que lo fomentamos. Leemos crónicas de conciertos que fueron horribles, vemos vídeos de artistas cayéndose del escenario, que no son capaces de recordar sus letras que tienen delante en un teleprompter a tan solo un metro de distancia. Y entonces pulsamos en “Añadir al carrito” porque lo que en realidad pertenece a un hospital lo consideramos arte.


Muchos de estos artistas tienen hijos. Hijos con lágrimas en sus ojos, que experimentan el horror que significa que nadie escuche sus llantos. Pueden preguntar, “¿Cómo íbamos a saberlo? ¡Leímos que le encantaba pasar tiempo con sus hijos y que había dejado de tomar drogas hace años!”. En realidad, lo que no quisiste ver fue un hombre paranoico que no podía recordar sus propias letras y que fue fotografiado con sus hijos muy pocas veces en sus 15 años de paternidad. Siempre quise compartir más de lo que la gente podía esperar. Cuando escribí un libro hace años, me dolió a veces recordar tanta lucha y dolor, pero hice lo que pensaba que era mejor para Noah y Lucy. Sabía que un día ellos sentirían todo aquello de lo que he intentado protegerles, y que en algún momento serían lo valientes para decir “Ese desastre era nuestro padre. Le amábamos, pero una mezcla de amor y decepción conformaba la mayor parte de nuestra relación con él”.


Incluso cuando Scott y yo nos separamos, pasé innumerables horas tratando de calmar sus impulsos paranoicos, metiéndolo en la ducha o llenándolo de café, solo para que pudiera llevarlo como público al show de talento de Noah, o al musical de Lucy. Esos pequeños encuentros fueron mis intentos de darles a los niños un sentimiento de normalidad con su padre. Pero alargar más eso se habría convertido en algo espeluznante e incómodo para ellos. Haber pasado tantos años metida en las múltiples enfermedades de Scott me llevaron a sufrir mi propia depresión; llegó un punto en el que fui mal diagnosticada con trastorno bipolar. Temí que lo mismo les pasara a mis hijos. Hubo veces en que los Servicios Sociales no le permitieron estar a solas con ellos.


Cuando Scott comenzó una nueva relación con otra mujer, tenía la esperanza de que le sirviera para madurar. Lo animé mucho a salir con una ‘chica normal’, una mujer que fuera también una madre, alguien que tuviera la energía que yo ya no tenía para amarle. En su lugar, cuando se volvió a casar, sus hijos fueron reemplazados. No los invitó a su casamiento; en ocasiones los cheques para apoyarlos nunca llegaron. Nuestro dulce y católico chico rechazó ver a sus hijos actuar en Nochebuena porque se volvió ateo. Nunca pusieron un pie en su casa, y no pueden recordar la última vez que le vieron en un Día del Padre. No comparto esto con ustedes para que lo juzgues, lo hago porque seguramente conozcan al menos a un niño en esta misma situación. Si lo haces, por favor hazlo saber. Ofrecéte a acompañarlos al baile de padre-hija, o a enseñarles a pegarle a una pelota. Incluso la chica o chico más valiente evitarán pedir algo así; puede que estén avergonzados, o que no quieran molestarte. Simplemente ofrécete, o incluso insiste si tienes que hacerlo.


Este es el último paso en nuestro largo adiós a Scott. Incluso aunque sienta que no había otra elección, quizá nunca debimos haberle dejado marchar. O quizá estos últimos años de separación fueran su regalo de despedida hacia nosotros, la única manera que se le ocurrió para suavizar lo que él mismo sabía que iba a pasar y que iba a destrozarnos por dentro. Durante los últimos años, pude escuchar su tristeza y confusión cuando me llamaba tarde por la noche, muchas veces llorando por no ser capaz de separarse de gente negativa o de tomar malas decisiones. No diré que ahora puede descansar, o que está en un mejor lugar. Él debería estar con sus hijos haciendo un asado en el jardín o esperando a que empiece el partido de Notre Dame. Estamos enfadados y tristes por esta pérdida, pero lo que más nos duele es que decidió tirar la toalla.


Noah y Lucy nunca vieron la perfección en su padre. Se limitaron a esperar un pequeño esfuerzo. Si eres un padre y no estás poniendo lo mejor de ti, lo que te pedirá todo el mundo es que intentes un poco más y que no abandones. Progreso, no perfección, es lo que tus hijos te pedirán. Nuestra esperanza por Scott ha muerto, pero sigue habiendo esperanza para otros. Elijamos que esta sea la primera vez que no glorificamos esta tragedia con el discurso del rock and roll y los demonios que, por cierto, no tienen que venir necesariamente con ello. Pasa de la camiseta deprimente con la fecha 1967-2015 en ella, usa ese dinero para llevar a un chico a un partido de fútbol o comprarle un helado.