Por estas horas se conoció la reciente decisión de una jueza de Carolina del Sur, en Estados Unidos, quien decretó que el condenado a muerte más joven en la historia de ese país, George Stinney, no tuvo un proceso justo.

El 16 de junio de 1944, el chico negro de 14 años y de apenas 43 kilos de peso, era condenado y ejecutado por el presunto asesinato de dos nenas: Betty June Binnicker, de 11 años, y Mary Emma Thames, de 7.

Y al momento de efectuar la ejecución, era tan chiquito que el verdugo tuvo que poner una guía telefónica debajo de sus nalgas para que no se deslizara en la silla eléctrica.

Durante el proceso judicial que llevó al crimen, que no duró más de una jornada, la policía afirmó que contaba con la confesión del adolescente, aunque nunca se encontraron escritos en ese sentido en los archivos judiciales. Y el jurado formado íntegramente por blancos tomó por cierta esa presunta confesión.

El abogado del chico era además un cobrador de impuestos blanco, que en ese entonces en plena campaña para su reelección, convocó a muy pocos testigos y apenas realizó algunos simulacros de contra interrogatorios.

Setenta años más tarde, la jueza Carmen Tevis Mullen afirmó que el proceso judicial contra Stinney había estado plagado de "violaciones fundamentales y constitucionales a un proceso regular", agregando que "no recuerdo un caso en el que abundaran tantas pruebas de violaciones de los derechos constitucionales y tantas injusticias".

El hermano y la hermana del ejecutado, hoy septuagenario y octogenaria, emprendieron hace años un combate judicial para rehabilitar el nombre de George. "Estoy tan feliz", dijo Katherine Stinney Robinson a un diario local, aunque advirtió que "esta decisión tardó demasiado".

Tanto tardó que la pena de muerte legal se cumplió. El asesinato legal se ejecutó. Y la pena de muerte es insoluble.