Llevo un vino, le dije. No tomo vino pero es algo fácil y que luce en situaciones sociales estándar. Es la espuma del tobogán de conversar.

Además no me gusta caer con las manos vacías. Y conocerse después de esperarse a veces necesita de esa espuma.

Cuando Lara y yo terminamos de coger, sentí que ninguna otra primera vez de nada iba a poder sacarle el oro a esa. Se lo dije y me pidió que le explicara qué me había pasado. Ella ya había estado con (bastantes) chicas. Le dije que sólo si me acariciaba las tetas mientras hablaba. Ahí, cerca de las axilas, donde la redondez blanca y suavecita rebalsa del cuerpo, pero sin olvidarse de amagarle cada tanto al pezón.

Me diste un beso y sentí como si toda mi boca fuera una fruta grande con semillas que se estrellaba contra el piso. Lo de adentro yendo para todos lados, imposible de reunir o reordenar. Pensaba que si tu lengua y la mía se separaban en algún momento, el mundo iba a terminar ahí, así. Necesitaba que mi garganta fuera a lo largo y no hacia abajo. Quería tenerte todo lo adentro mío que pudiera. Te agarré una teta y no me interesó que la remera separara nuestras pieles ni un segundo: me desesperaba tocarte y acercarte a mí. Esto me da un poco de vergüenza, pero estaba sentada encima de mi pie izquierdo que hizo lo suyo porque no me aguantaba las ganas de tenerte encima o de tirarme yo.

Te desnudé y me desnudaste, y fue torpe; pero las frutas grandes no se comen prolijo. Se chorrean y nos limpiamos con las manos y nos volvemos a manchar. Así nos gusta.

Me metiste los dedos secos porque sabías o presumías que no hacía falta humedecer nada. Porque entendés que ese contacto de piel mojada con piel mojada en potencia es mucho mejor que cuando hay pasos intermedios. Que el tacto árido es insolente. Un desierto que se le anima a un mar.

Cuando te la chupé me acordé de que en la secundaria dije que era algo que jamás iba a hacer. Suerte que le falté el respeto a esa chica que fui porque estás hecha de algodón de azúcar mezclado con chicle importado, Lara. Sos hermosa y calentita y rica. Y sé que hoy no tengo parámetro pero estoy segura de que tu concha es la más linda del mundo.

El segundo anterior a que me hicieras acabar pensé que iba a gritar muy fuerte porque sentía la implosión. Cuando pasó, me mordí. Nos miramos pero no nos vimos. Yo respiraba sin aire y vos sonreías.

—Esa parte ya la sé —interrumpió y sacó la mano. Se la volví a ubicar.

Se le llama ‘intimidad’ a toda la situación, a la circunstancia de estar tocándose con un otro como si eso fuera suficiente para rellenar la idea de lo íntimo. Con Lara aprendí que intimidad debería ser el nivel que una, dos, diez personas desbloquean cuando su concha o pija se convierte en una bomba que va a explotar y que sólo servirá para esa ocasión; una bomba cuyo control tiene el otro y un dedo húmedo o un lenguetazo hará volar la escena en mil pedazos. Intimidad debería llamársele a lo más profundo del momento, a lo virtualmente inalcanzable, al cuerpo diciendo basta y pidiendo más al mismo tiempo. Ahí está lo íntimo. Ahí, con el control, Lara.

Me dijo que adivinara qué estaba dibujándome en la panza. Dijo algo más y yo me desconcentré al darme cuenta de que nunca habíamos abierto el vino.