El ejercicio de la violencia nace con la desvalorización. Destituir, que caiga la similitud, que el prójimo deje de serlo, se aleje, se convierta en “lo otro”, lo detestable. Reduciéndolo al nivel de otra cosa, de menos, se lo va deshumanizando y de ahí en adelante es viable lastimar o matar. George Floyd en los Estados Unidos o Fernando Báez Sosa en la costa Argentina, son reciente y claros ejemplos de lo mismo, metáforas de la violencia ideológica y física. Floyd yace en el suelo, no puede respirar, pero el policía sigue asfixiándolo. Con la cabeza aplastada contra el asfalto, no hay un par, no hay un ser sufriente, solo hay una cosa, un “negro” que, para la ideología de ese policía, no merecía la pena ni siquiera respirar. Y en el caso de Fernando, un testigo clave aseguró que mientras le pegaban y ya estaba inconsciente, uno de los agresores le decía “negro de mierda”. Las dos cabezas, la de Floyd y la de Fernando, estaban en el suelo, en el piso, bien abajo, tratadas como cosas, como pelotas de rugby, aplastadas o pateadas por las ideologías del desprecio. Los violentos arman ficciones, que luego tienen consecuencias reales, de que el mal viene del “otro”, de ese “diferente” al que entonces hay que neutralizar, matar, desaparecer. Así se establece la insensibilidad que habilita sin culpa al ejercicio de la violencia.

   De la misma raíz nace y se instala la violencia de género, no hay pareja, no hay paralelismo, es un vínculo piramidal donde el macho violento gobierna, impone su voluntad y se enoja cuando pierde el control de “su” mujer. Y cuando la mujer manifiesta su deseo, su enojo, se defiende, pasa a ser una “loca de mierda” o una “puta” a la que hay que acomodar. ¿Acomodar a qué? A la imposición, a la norma que establece el patriarcado, el machismo.

   En la Primera Guerra Mundial, cuando cae Alemania, se extiende el mito de que había sido por obra de la traición judía. Con esa ideología de base, cuando el partido de Hitler gana las elecciones en 1932, empieza la caza de judíos, considerados traicioneros, enemigos de la causa alemana. Si bien el antisemitismo era anterior y los judíos ya eran perseguidos y discriminados, por sobre todo por motivos religiosos, con Hitler en el poder se expande y se consolida el odio. La solución inicial fue expulsarlos; finalmente, exterminarlos. Fue entonces cuando comenzaron las feroces persecuciones, las detenciones y traslados masivos en los llamados Trenes del Holocausto. Viajaban en vagones de transporte de ganado. Viajaban hacinados durante varios días. Apenas comían algún bocado y un poco de agua. Llegaban a los campos de exterminio extenuados, con hambre, sucios de orina y excrementos. Llegaban hechos mierda, para ser tratados como mierdas.

   Desde instalar la idea de que los judíos era traicioneros, o una raza inferior, hasta ser trasladados como animales a los campos de concentración, llegando sucios, tatuados con números (de ahí en adelante ya sin nombres ni apellidos) privados de intimidad, forzados a trabajar, violentados psicológica y físicamente, sin más que unas pocas ropas y casi sin alimentos, iban siendo degradados, destituidos de lo humano para ser tratados como cosas sin valor. La idea que se impuso, de lo que era el “ser judío”, es la que inicia el ciclo de la deshumanización que desencadenará finalmente en el exterminio de seis millones de judíos.

   La historia de la humanidad se llenó de esclavos, de guerras, de torturas, de exterminios y mil formas de la violencia, separando, estableciendo dualismos, rígidos sistemas binarios sin matices ni más opciones, que establecían, y establecen aún, lados opuestos: de un lado los blancos, del otro los negros; los nazis aquí, los judíos en los campos de concentración; amigos o enemigos; capacitado, discapacitado; mujer, hombre; homo, hetero; Boca, River; una cosa u otra, unos contra otros, y la lista podría ser interminable. Ficciones que se instalan y se van haciendo tan creíbles como reales. Se trata de la intolerancia a lo diferente. Negando que justamente es el otro, la otra, les otres, en tanto que diferentes a mí, quienes me permiten elaborar una identidad, un yo, un yo distinto del resto. Son las diferencias las que nos permiten salir del espejo, reconocernos y reconocer a los demás. En el mito griego, Narciso se enamora de la similitud, de su propia imagen reflejada en el espejo del lago. Y se acerca tanto a ese otro espejado, tan igual a él, tan bello, que, embelesado, muere ahogado en la similitud.

   No se trata solo de tolerar, debemos aprender a convivir e incorporar lo diferente porque es en la diversidad donde se crece y se evoluciona. En un mundo de iguales nos perderíamos, nos ahogaríamos. En la ilusión de un mundo de seres bellos, blancos, ricos, o lo que sea que fuese el “ser perfecto” instalado, impuesto, de cualquier modo habría violencia y muerte porque siempre saltarían las “pequeñas” diferencias y por lo tanto la intolerancia. Nos guste o no, toda presencia implica diferencia, aunque se nos parezca o sea muy diferente, es otra persona, siempre. Soy en tanto no soy. Soy por diferencia, por diferente.

   La demonización de ciertas diferencias ha creado la barbarie. Desde la esclavitud y el holocausto judío, hasta nuestros días, se siguen arrasando a pueblos y seres por su raza, por su orientación sexual, por su religión o ideología. Solo se podrá acabar con toda forma de violencia cuando se respeten las diferencias, que ya en sí sería un gran avance, pero por sobre todo viviremos en un mundo mejor cuando se valore lo diferente sabiendo que es el fundamento para descubrir la riqueza y el milagro de ser seres singulares en el vasto universo.