Ulises Bertinetti (5/8/1983), es exjugador del ascenso y Futsal, Psicoanalista, militante de Nuevo Encuentro. Actualmente juega en torneos de fútbol amateur con su equipo, Rafaela Fútbol Compañero.  

Dos contra dos

Domingo 8 am. Al calor de 1989. Perdriel entre Canale y Bianchi, Perdriel entre Canale y Ombú, Perdriel entre Ombú y la vía, Lourdes.
En el mundo cae el muro de Berlín, en Argentina el peronismo conservador y Clarín, sujetos a las lógicas de la última dictadura, ultiman el golpe al presidente Alfonsín.

- Mamá, mamá, mamá
-¿Qué Ulises?
-¿Puedo ir a jugar a la pelota?
-No, son las 8 de la mañana
- Dale, estoy aburrido
- zzzzzz
- Mamá, mamá, mamá
- Me estás quemando la cabeza Ulises, no hay nadie despierto a esta hora 
- Le toco el timbre a Walter 
- No podés ir solo, tenés 6 años
- Dale, es una cuadra nada más
- ¡No!
- Dale
- …
- Bueno, voy a la puerta a ver si lo veo desde ahí, a ver si él sale. No cruzo 
- ¡Dejame dormir! Andá, pero no sueltes la puerta porque se te va a cerrar y me vas a tocar el timbre y te voy a tener que ir a ab...

Al lado de mamá duerme Juancito, es nuevo en la casa. Todos pensaron que yo me iba a poner celoso, si hasta se me acercan a hablar haciéndome preguntas. Y nada que ver, a mí ya me cae bien. La vieja está más tranquila, ahora llega más contenta del laburo, charlamos todos y nos reímos, nadie mira la tele. Además, Juancito me llevó a la Bombonera. Si hasta le dije que ya era de Boca, ¡y sí, con la camiseta que me regaló! Está buenísima, dice “Fiat” como la de los jugadores. Cuando se entere mi viejo que no soy más del Rojo me mata, o no, no me mata, se va a poner triste, y va a ser peor; me va a matar él de verdad pero por adentro. Es raro que Juancito no se despierte para contestarme, o para hacerme un lugar al lado de él. Pero claro, me faltaban unos años para entender que cerveza-vino-cerveza-vino no es lo mejor que te puede pasar un sábado a la noche.

Los miré un rato y sin decir más disparé para el living. Agarré la bocha y me puse las zapas (botines no tenía). En esa época los pibes dela cuadra teníamos zapatillas de la fábrica del barrio “Calse”, que como mucho duraban unos meses. Yo no sabía, pero unos años después cerraría, ella y muchas empresas más. Listo los cordones, agarro las llaves y voy hasta la puerta. Mamá dijo que la trabe con el pie por si no salgo, la semana pasada se me cerró, quedé afuera y se armó flor de quilombo.

Me asomo y la veo sólo a Betina, la mamá de los Lussig, habrá ido a la panadería, qué pena que no salí un cachito antes, capaz me daba una factura. Sigo un rato espiando y el Negro no aparece. La gente le dice Negro pero a mí me da cosa. Suena medio fuerte, y además a él no le gusta. Solo lo llamo así cuando me enojo. Pero después me arrepiento y hasta a veces sueño que le pido perdón.

¡No sale! Cuánto va a tardar, pienso con el deseo de que mis ojos vean su silueta por fin. La puerta cada vez me pesa más. Me siento en posición de fila india con el marco de respaldo y mi pie trabando el canto. Por eso los pibes del barrio me cargan con la altura. Pasa un rato, ya en la calle hay más personas que van y viene, me aburro. ¡Ma sí! Suelto la puerta y me rajo, la que se me viene después cuando la vieja se despierte, pienso mientras camino hasta lo de Wal. Me atiende la tía Silvia, no se sorprende de verme tan temprano un domingo. Silvia es como mi segunda mamá, nunca hice la cuenta, pero no debo haberle roto menos de 50 platos, literalmente. La torpeza me persigue desde siempre. Nunca se le escapó un chirlo en la cola, ni por asomo. “El negro está durmiendo, andá y despertalo”, dice y me abre paso hacia el pasillo a la única pieza sin ventanas que conocí en mi vida. Para él ahí, en la oscuridad total, siempre son las 5 de la mañana.

Lo despierto, pelota en mano y balbucea mientras abre sus ojos cansados y profundos. Hasta hoy me pregunto si los ojos de todos los negros tienen profundidad ¿Será eso posible? ¿Traerán alguna verdad existencial originaria de la madre tierra, que se esconde ahí, justo adentro y detrás de ellos, sus ojos? Walter me lleva dos años, diferencia suficiente para manejar un poco mejor que yo la ansiedad de estar en la cancha. O no, cuando se reincorpora noto que durmió con la camiseta del Bicho. La pieza no tenía ventanas pero sí pósters de jugadores de Argentinos en todas las paredes: Maradona, Gancedo, Polo Quinteros, Pontiroli y uno que nunca supe quién carajo era. 

Cruza el patio y se mete en el baño a lavarse los dientes. Le digo que esta vez le voy a ganar el arco a arco, que le quiero jugar en el campito, no en la vereda. Sale del baño, sonríe, dice ‘qué haaambre nene’, y jugamos una carrera hasta la puerta. El pasillo de aquella casa era muy angosto y tenía las paredes descascaradas y con partes sin revocar. No se cómo, pero no nos lastimábamos, y si nos lastimábamos no nos importaba, no recuerdo. Salimos, el Negro avisó a dónde iba como si lo hiciera solo y lo noté. “No llevo llave ma”, gritó y nos fuimos, juntos.

Hasta la cancha se llega dando pases y el negro siempre conducía. Él daba la consigna -toques libres, a dos toques, después de primera- y así la cuadra entera hasta llegar al campito. No había nadie, claro. Un domingo antes de las 9 de la mañana la teníamos para nosotros solos. Arrancamos con un arco a arco. A mí me costaba más llegar de un área a la otra pero el Negro me exigía. Si algo me dejó esa dupla fulminante de fútbol y hermandad fue bancarme a los 6 años lo que correspondía a los 8, a mis 8 lo que era para los de nenes 10 y a mis 10, bueno, a mis 10 nada, las cosas de la vida hicieron que a mis 10 hiciera las cosas de los chicos de 10, porque el Negro arrancó el secundario, y ya la relación –que dura hasta hoy- fue otra cosa.

Ese día no me lo olvido más. Por dos cosas. La primera es el momento en que el Negro se me acercó y me dijo “Che Gula –así me empezó a decir ese verano-, ¿sabías que acá van a poner una cancha de cemento?”. “Nah, mentira”, le dije. “Sí, sí, una iglesia de Mormones y una cancha, me lo dijo el Cholo”. No le creí ¿Mormones? ¿Qué era eso? Pensé, puro cuento. La semana anterior me había dicho que el novio de mi vieja era Michel Fox, el del auto fantástico, y yo lo conté en la escuela, a toda la escuela. Nunca se me murieron tanto de risa en la cara como aquella vez. Qué Negro mala leche, pienso y río. “Es mentira”, le dije, Me sacó la pelota de la mano y pateó al arco. “Goool, 1 a 0!”, gritó Walter; hijo de mil putas, le dije y lo empecé a insultar como nunca. Saqué puteadas de dónde no conocía que tenía. De todas las conversaciones de mi vieja por teléfono, del almacén, de la calle, de los partidos de los más grandes en el campito y seguí enumerando improperios mientras corría a buscar la pelota entre los pastos más altos, contra las vías, y lo vi.

No veo bien, de grande sabría que es por el astigmatismo, pero igual para reconocerlo no necesitaba ver. Lo saqué por el andar, el paso, y la pilcha desdibujada, vieja y sucia. Era el Cebolla, el pibe de Tropezón. Lo conocíamos todos. Cebolla nunca venía solo, siempre andaba alguien con él. Yo le tenía pánico, quizá el único pánico que tenía a mis seis años. Cada vez que aparecía por la canchita nos sacaba la pelota, nos puteaba, nos escupía. Todavía recuerdo el olor en mi cuerpo cuando me iba enteramente escupido por él y sus amigos. Wal lo vio y me vio, me gritó vení, me hacía señas para que le pasara la pelota, ordenó que nos pusiéramos a jugar como si nada y dijo que me quedara tranquilo que un día, cuando él lo agarre solo lo iba a cagar a palos. Yo creía que eso era imposible, porque al Cebolla nadie le pegaba.

Pateaba y solo pensaba en los pasos entre el pasto que escuchaba acercarse a mi espalda y cómo reaccionar si el Negro, tal había prometido, se le plantaba y yo también tendría que pelearme. Mi viejo se enojaba si yo peleaba con alguien. Le dijo a mi vieja que me lo prohibiera. A mi viejo lo veía cada 15 días, fin de semana por medio, y entre cuentos y caminatas, nos enseñaba que otro mundo era posible, y a mí el mundo del barrio se ponía en juego. Pelear, no ha lugar. 

Cebolla pisó la cancha –me pasó por al lado con el otro pibito- y yo casi me pongo a llorar. Pensé que se nos iban a llevar la pelota, que nos iban a escupir, que nos iban a pegar, a cachetear y todo eso. Pero en cambio, sin saludar y desafiante dijo “Che, ¿podemos jugar? ¿Hacemos un dos contra dos?”. Debo haber abierto los ojos así de grandes y quedé mudo cuando el Negro buscó mi aprobación, y también el Cebolla y el otro. No sé qué contesté, ni si hablé, solo recuerdo estar jugando al fútbol por primera vez con nervio de final, con algo en juego, mucho más que un resultado.

Yo no lo sabría hasta muchos años después, pero allí, algo quedó para todos mis días, y para los del Negro también. Una manera, una forma, un mecanismo. Al miedo, contraponerle un 2 contra 2. Al pánico, enfrentarlo en un partidito de fútbol, sin importar quién esté del otro lado. No falla.

Aquel partido es anécdota, ganamos. Con el Negro siempre ganábamos los 2 contra 2. No importaban los rivales, si eran más grandes, más flaquitos, altos o chuecos con pintas de crack. Tampoco si eran mejores personas para nosotros o pichones de malandras del barrio. Ese día y otros días encontramos una forma, un mecanismo. Y nos jugábamos la infancia y la vida en la canchita del barrio, que empezaba a desteñirse como todo en esa década, nuestras casas, las paredes, las fábricas, los trenes, los comercios... el país. 

Ese 2 contra 2 fue la mejor forma de derrumbar todo eso y las esperas de nuestros padres que navegaban por siempre a Malvinas, o se embarcaban en luchas sociales; la respuesta para acallar las indicaciones de nuestras madres, que nos sobreprotegían o nos mandoneaban. Y también de enfrentar a los pobres pibes marginales que para nosotros eran maleantes inmanejables.