¿Qué es la crítica literaria?; ¿cómo y desde dónde reflexionar sobre la actividad que juzga un presente-literario- atravesado por tradiciones, emergencias y valores? Raymond Williams ya observó la complicación entre sus Palabras clave: "Crítica se ha convertido en una palabra muy difícil", una palabra que recién en el siglo XVII comenzó a utilizarse abiertamente con el "sentido del acto de juzgar la literatura".

Maximiliano Crespi se plantea en Los infames no sólo desarrollar una lectura- recortada (como toda lectura)- armando un mapa actual sobre un corpus de textos y autores- sino también reflexionar sobre la actividad de la crítica que él mismo ejerce y que ejercen otros. Él habla de interpretaciones, Williams de apreciaciones, en ambos modos de nombrar, el acto de valorar resulta inherente.

El autor se posiciona desde el que "Nadie puede salir de la caverna" y exclama realizar sus exploraciones entendiendo a la crítica como "una pequeña máquina de guerra". Con su habitual prosa un tanto engolada- en términos de armadura argumentativa- Crespi realiza afirmaciones que ofrecen cierta cuota de rebeldía ante el canon; con la intención de autoreconocerse como el crítico que marca los comienzos de una literatura distinta- me resisto al mote de nueva, ya se ha visto lo de "nueva" e incluso el polémico "nueva/nueva"-  que se estaría desarrollando: el realismo infame.

¿Qué es este realismo infame que desarrolla Crespi? Lo propone como "siempre desplazado o en desplazamiento de lo consentido y lo consensuado"; no es menor remarcar que el propio autor se pregunta por su posición- histórica y política- y se menciona a sí mismo como "un payaso iracundo aferrado a un saber inútil, desquiciado por la frustración de no encontrar su lugar". Un realismo "de una negatividad fundamental", con un antecedente rastreable en la -afortunadamente recuperada- prosa de Mario Levrero.

En el realismo infame habría "una suerte de rebelión primitiva y radicalmente antimoderna" con rasgos diversos del tipo "cínico (Godoy), irónico (Lamberti), patético (Libertella), trágico (Erlan), ínfimo (Bitar), lisérgico (Busqued), escéptico (Granizo), perverso (Falco), grotesco (Venturini) o satírico (Urman)".

— El libro se llama Los infames, una adjetivación a la que le das un carácter que permite jugar entre la virtud (tu propuesta de realismo) y el defecto (el “aplasten al infame” volteriano). Por otro lado, hay una clara referencia, en la bajada, al libro de Damián Tabarovsky (Literatura de izquierda) pero con la vuelta hacia una literatura enfrentada y explicada a los niños ¿Quiénes son esos niños/perros?; ¿cómo inscribís tu discurso en esa infamia que parece dual?

— Originalmente el libro iba a llevar el subtítulo “Notas sobre realismos en la narrativa argentina del siglo 21”. Era largo y obvio. Felizmente, los editores decidieron sacarlo. En la contratapa se anuncia un poco la idea de una relación con el libro de Damián. Puede que exista. Los dos libros reconstruyen una suerte de espectro de producción tomando un grupo reducido de poéticas; los dos trabajan con los restos de ciertas categorías políticas un poco anacrónicas –como “derecha” e “izquierda”– para organizar la lectura. Los dos libros dialogan –más o menos explícitamente– con otros dos libros argentinos que abordan críticamente la literatura de su tiempo: De Sarmiento a Cortázar y Nueva escritura en Latinoamérica. La idea es describir la opción política de las literaturas en tiempo presente. El libro de Damián va por el lado de las pujas estéticas al interior de un “campo”; el mío tiene –creo– que una apuesta más transversal, en tanto busco leer esas opciones estéticas como horizonte formal de determinadas fantasías políticas. Del linaje libertelliano viene posiblemente esa terca tendencia a la experimentación, que no se reduce sólo a lo lexical sino que aflora, como diría Héctor, como táctica sintáctica. El carácter experimental no se lleva bien ni con la pedagogía ni con la efectividad. Muy por el contrario: supone siempre –incluso en una retórica propensa a la sentencia– una especie de vacilación del sentido. Hay ahí una condición infame, puesto que la crítica es y fue desde un comienzo el discurso de la iluminación. El subtítulo elegido y la imagen de la tapa buscan sin duda dejar abierta esa tensión.



— Entiendo y comparto esa táctica sintáctica de la experimentación; justamente por eso insisto con la pregunta ante la bajada del libro que habla de una explicación -pedagogía- además sigo preguntándome quiénes son esos niños perros...

— Yo no elegí la tapa. Fue decisión de la editorial. Pero podría especular un poco al respecto. Diría que ironiza sobre todo el proceso pedagógico y sobre los roles que asumimos o creemos asumir en él. La imagen del perro está muy emparentada con una idea de fidelidad. Se aferran sentimentalmente una serie de identificaciones tras las cuales no es difícil descubrir la voz del Amo. Los gatos son, en cambio, sencillamente infames. Como dice Adorno, el gato es el único animal doméstico no domesticable.



— Iniciás con una advertencia; presentás tu texto como exploración, una interpretación sabiendo que “es imposible evitar la mácula”. ¿Por qué esa necesidad de advertir que “Es la voz de un cavernícola rabioso, un payaso iracundo”; advertir que “no es un juicio”?; ¿A quién va esa advertencia, al mero lector o a otros críticos literarios lectores?; ¿la advertencia funciona como máquina de guerra?

— Es una advertencia para todos y todas. La idea es dejar en claro que no hay manera de salir de la caverna. La ideología tiene una sola puerta y lo que hay del otro lado es la muerte. La crítica puede ser una elucidación pero nunca un esclarecimiento objetivo de nada. El lugar en el que un discurso se habilita para juzgar a otro no existe más que a un nivel imaginario. El texto de la crítica debe ser asumido presumido como el texto de la ficción. Quiero decir: debe ser producido, interpelado y cuestionado por sus propias fantasías políticas.



— Una historia de la infamia del presente es lo que atraviesa tu ensayo generando un espíritu de manifiesto ¿lo percibís así?

— Una emergencia, diría Lem, es siempre una especie de desafío a las posibilidades de la descripción. Se presenta con la materialidad de un acontecimiento. Abre el espacio y desencadena una serie de transformaciones y de pérdidas. Como un viaje o una mutación, se hace sentir como un problema en el cuerpo del lenguaje. No se puede nombrar si no es inventando formas nuevas. La emergencia que trato de hacer notar en este libro ocurre sobre la imagen de lo que comúnmente se llama “realismo literario”. Se trata de un realismo mutante, que falla a los fundamentos con que trabajan tanto el residual realismo de derecha como el hegemónico realismo progresista. Quiero decir: el realismo infame rechaza el énfasis de lo “literario” con que procura justificarse el primero, pero también lo “realista” con que busca chantajearnos el segundo. La infamia afecta pues tanto la condición epistemológica como la condición estética. Por eso resulta claramente esquivo a las lecturas modernistas (Sarlo) como a las de la representación humanista (Drucaroff). El realismo infame no se inscribe ni en la batalla esteticista ni en la batalla cultural. Crece como una plaga. No necesita de manifiestos.



— Es curiosa la representación del realismo infame que crece como una plaga cuando es notorio que no es lo que predomina sino que, siguiendo tu texto, es el que viene a marcar una diferencia con lo imperante. Me da la sensación que lo ves como una especie de "cura" de la literatura contemporánea local, que le das casi una noción de gasto de Bataille, un potlach...


— Más que una diferencia, diría que viene a poner en escena un hastío. No creo que de ahí vaya a salir necesariamente lo bueno. Lo que parece quedar en claro es que de las otras líneas ya no se puede esperar más que repetición, pleitesía y oportunismo. En algunos casos puede ser que la infamia adquiera esos visos. Sin embargo, lo que no puede decirse es que ese potlach sea empleado con la función ideológica que tiene en el realismo reaccionario. Es más bien un efecto del desconcierto y el rechazo ante esas formas de legalización literaria y política. En el realismo infame, como diría Bataille, la oscuridad no miente.



— ¿A partir de qué lecturas, qué análisis, qué charlas -las reflexiones de Carlos Godoy son una cita constante- surge tu desarrollo del realismo infame ante los ecosistemas realistas reaccionario y progresista?

— El marxismo inglés y la ciencia ficción rusa. De ahí vienen todo el delirio y toda la verdad. El marxismo me parece insuperado como filosofía del cambio, como teoría de la crisis y la transformación. La ciencia ficción es una implacable máquina de guerra contra lo que hay, en favor de lo imposible. Carlos Godoy y Martín Rodríguez me parecen dos autores lúcidos; y los leo con cierta predilección. Pero en sí, el mapa que presenta el libro se me fue ocurriendo a partir de las lecturas que fui haciendo (para Ñ y para El Ojo Mocho) y se me terminó de armar en las clases del seminario. Algunos amigos críticos, sociólogos y periodistas leyeron desde luego los bocetos del libro. Fueron ellos los que me convencieron de que la máquina funcionaba.



— Pareciera que el realismo infame es puro presente, pura incertidumbre ¿es así?


— El realismo infame es una suerte de constructivismo. Trabaja las dimensiones del espacio y el tiempo en función de crear una “zona”, un espacio dinámico pero negativo en lo real. Es puro presente, sin duda. Pero también es un puro lugar abierto. Por eso es muy atractivo. Es expresión de algo que ocurre sin identificación previa y sin respaldo. Uno a veces puede encarnar una verdad sin estar ni cerca de conocerla.



— Primero planteás un mapa (histórico, literario y político) y luego abordás el territorio en el que discutís con dos críticos a lo que ubicás -en tu enfrentamiento- como consagrados a la hora de analizar la literatura contemporánea: Beatriz Sarlo y Juan Terranova ¿Por qué ellos?

— El ensayo sobre Sarlo retoma y deslinda también las intervenciones fallidas de Drucaroff y de Ludmer. Se muestra que en sendos casos la crítica aborda las nuevas experiencias con los criterios de legitimación y valoración perimidos. Le piden salamines a la higuera. Creo sin embargo que Sarlo acierta en el reconocimiento del síntoma. Ve que algo está ocurriendo: ve esa literatura emergente que no se preocupa por la autofiguración literaria. Y la rechaza con el rótulo peyorativo de “etnografía”. No mete las manos ahí. No trata de ver las diferencias. Se contenta con adscribirlo todo como un efecto colateral de la “batalla cultural”. Por eso en sus lecturas siempre valora las apuestas estéticas casi manieristas donde la conciencia del estilo en cuanto estilo se exhibe como un valor. Sobre el libro de Juan (Los gauchos irónicos) creo que no se leyó con la atención que merecía. Sus lecturas de Lamberti son muy interesantes y sus apreciaciones sobre el gran libro de Busqued me parecieron tan precisas que luego de leerlas me convencí de no publicar lo que yo había empezado a escribir al respecto. Tiene, por supuesto, puntos discutibles. Pero en el libro me permite plantear hasta qué punto y en qué sentido un lector crítico puede ser una parte vital de su generación.



— Y cómo es ese planteo ¿hasta que punto y en qué sentido el lector crítico es parte vital de una generación?

— En primer lugar, porque el lector crítico es el catalizador, no de los sentidos, pero sí del ecosistema en que esos sentidos toman forma. Como no tiene necesariamente que racionalizar o explicar los sentidos del texto desde un punto “objetivo”, el lector crítico tiende a entrar o entrometerse en él, absorber sus climas y extender el horizonte de la ficción. Aun cuando su lectura sea una “lectura de inmersión” en un solo texto, su lectura devolverá siempre –directa o indirectamente– una imagen del ecosistema. O dos, aunque a veces coinciden: la suya y la que es capaz de leer en el texto. La del lector crítico es, como quería Lukács, una función histórico-práctica: imaginar la sociabilidad de sus objetos. Leer es abrir el texto, trazar sobre él líneas nuevas y, a partir de ellas, desplegar sus fantaseos políticos.


— Desde la editorial Momofuku plantean que tu prosa tiene “la decisión de un carnicero y la precisión de un cirujano”. ¿Tu rol del crítico te pone afuera?; ¿de dónde?

— No hay manera de estar afuera. Ya lo dice Bataille: no se puede hablar de algo como la parte maldita sin ser uno también parte de esa maldición. Leo esa descripción de mi trabajo como un elogio excesivo. Sin embargo, me siento parte de una generación que, si tiene que cortar, corta. No importa si son vacas sagradas o terneros mamones. En ese fundamento ético escribo mis lecturas, ciertamente con más limitaciones que virtudes: sin animosidad pero también sin condescendencia.



— Para comenzar a interpretar tus identificaciones literarias de lo contemporáneo señalás que estamos “en grises tiempos de penuria imaginativa” que confunden novedad con valor, poses, ¿es el realismo infame una especie de claro ante lo que se repite, la mera fábula, la necesidad del escritor de inscribirse -o de inscribirlo- en una tradición?

— Las épocas de penuria imaginativa suelen quedar presas de la convención a que el sentido común reduce la realidad. El realismo infame plantea un escenario drástico, de destrucción y desolación, que apunta siempre al imperio del no-saber y al desastre de la poshistoria. Es una zona. Otra, no menos interesante, es la que emerge alrededor de las paratopías de la ciencia ficción contemporánea. En esa línea lo más interesante viene por el lado de los escritores “jóvenes” como Oloixarac, Vanoli o Robles que no reducen la juventud a la puerilidad, ni reducen lo nuevo a la novedad. Vale la pena ver cómo trabajan con los restos de los discursos culturales agotados, cómo se los apropian y los operan para producir sentidos nuevos. Los engendros que crean son siempre un poco monstruosos y por lo general reactivos a la normatividad de los discursos sociales. Pero también son reales en virtud de la hipermetropía despiadada con que se los enfoca. Son nuestros pequeños mutantes radiactivos, criados en los oscuros pasillos de las universidades argentinas. Me gusta que existan, aunque más no sea como punto de desequilibrio ante tanto sentimentalismo barrial y tanto asadito objetivista. Los leo con la fascinación y el miedo que produce tomar un coctel de remedios vencidos: a ver cómo pegan.



— Remarcás que el rol del crítico literario es marginal. Hace poco tuiteaste que la crítica literaria está muerta ¿vos qué hacés entonces?; ¿qué te diferencia?; ¿sos parte de la infamia?

— A mí me interesa producir una ficción crítica. Una maquinita de lectura. El mapa que se presenta en este libro trata de serlo de algún modo. Creo que, como querían Borges y Lem, con el tiempo mereceremos que no haya ya géneros. Que cada lector haga con los textos lo que quiera de acuerdo con sus propias supersticiones éticas. La crítica literaria está muerta. Los que todavía nos alimentamos de su cadáver lo sabemos mejor que nadie. Es una disciplina del pasado cuyas herramientas teóricas siguen siendo útiles. El desafío es ver qué podemos hacer hoy con ellas. Quizá, más que para explicar la literatura, ese capital simbólico que nos legó nos sirvan para extender –o para extrañar– sus sentidos. Es decir: para producir la literatura que viene.

********

Lo que queda flotando es que, como indica Crespi, "estamos todos escribiendo un poco a tientas la extraña y esquiva novela del presente".  Aunque si nos alimentamos de un cadáver,  tal vez lo que realmente estamos haciendo es ser zombies de un lenguaje; un lenguaje que es poco probable que no tenga que negociarse y dejar de ser vanguardia.

Los infames, ensayo de Maximiliano Crespi

Momofuku, 2015

196 p.