Recuerdo que unas cuantas décadas atrás, cuando yo aún era pibe, mi vieja leía los libritos de Corín Tellado como quien come maníes mientras bebe cerveza con los amigos. De hecho, era yo el encargado de proveérselos: iba hasta el kiosco de diarios de mi barrio y compraba alguno; en su defecto, llevaba dos ya leídos y traía uno nuevo, tipo de transacción todavía vigente en algunas librerías de usados: canje 2 x 1. Creo que al final de la cuenta, mamá había leído toda o casi toda Corín Tellado pero conservaba apenas alguno de esos pequeños volúmenes de precio popular.

La anécdota viene a cuento para intentar discriminar al menos dos tipos bien definidos de consumidores de libros y de literatura: los lectores y los lectores-coleccionistas. Mi vieja es –o lo era en aquel lejano momento– de los primeros; yo estoy entre los segundos.

Amo el libro en tanto objeto. Adquiero libros para leer, adquiero libros para tener y coleccionar, muchos de los cuales calculo que no leeré jamás, pero considero que deben estar en cualquier biblioteca que `valga la pena´; son volúmenes que sé que poseo y eso, el poseer, el coleccionarlos, me hace feliz. (Los gastos respectivos se consuelan con hipotéticas lecturas futuras, especie de inversión: me haré de sus historias cuando no tenga dinero para comprar nuevos, cuando me jubile, o, en fin, lo harán mis hijos cuando hereden esa, quizá mi única y valiosa herencia.)

Por otro lado y aún a esta altura de los acontecimientos, me cuesta leer algo más que textos literarios breves en la pantalla de la computadora, cuando no debo imprimirlos primero. Solo pensar abordar un relato largo o una novela a través del monitor, una tableta o siquiera un e-reader, me produce una severa sensación de impotencia.

Sin embargo, sé que en lo que respecta al libro, el futuro llegó hace rato o, mínimamente, está llegando. Vivimos los estertores de la época dorada del papel, que por cierto duró varios siglos y muchas, pero muchas generaciones pudieron disfrutarlo desde el invento de la imprenta con tipos móviles.

La industria –editoriales, distribuidores, librerías y autores–, mientras tanto, pone el grito en el cielo. Lo que llaman “piratería” espanta no porque afecte la literatura como manifestación humana sino porque, eventualmente, reduciría a cero las ganancias de los cuatro factores mencionados. Se trata de un pataleo de tipo económico, no cultural.

En ese sentido y a través de distintos medios, incluso muchos autores y críticos intentan rebelarse contra el avance de las tecnologías y de la rueda de la historia. Mario Vargas Llosa expuso últimamente argumentos pueriles, incomprobables, a la hora de defender al libro impreso en papel: “El espíritu crítico que ha sido algo que ha resultado sobre todo de las ideas contenidas en los libros de papel podría empobrecer extraordinariamente si las pantallas acabaran por enterrar a los libros”, dijo el premio Nobel 2010 al término del Congreso Internacional de la Lengua que se celebró en octubre del año pasado en Panamá [1].

Más explícito con respecto a saber de qué hablamos en realidad cuando se defiende determinado tipo de soporte físico para la literatura, dijo Fernando Vallejo en la FIL Guadalajara a finales de 2010: “¿Qué va a ser del libro? Pues que su versión virtual, digital, lo va a acabar. Y no porque podamos pasar a un libro electrónico, con un clic, bibliotecas enteras sin pagar, que eso sería lo bueno, sino porque los libros electrónicos se pueden manipular, y al poderles cambiar uno la tipografía también les puede cambiar el texto, y eso es gravísimo. Por ahí va a empezar el acabose. ¿Se imaginan cuando a la canalla de internet le dé por poner en un libro ajeno y firmado por otro las calumnias y miserias propias y lo echen a andar por el mundo? ¿Qué va a ser del autor?”

Sobre la pregunta final formulada por Vallejo y el futuro del autor tal y como lo conocemos hoy, ya opiné largo y tendido [2]; pero sobre el rechazo presente a la evolución tecnológica del libro, debo insistir en que se trata de una cuestión económica que afecta a toda la cadena industrial y por lo tanto en ese rechazo priman más la cadena misma, las ganancias, los derechos de autor, el prestigio y la fama que la literatura en sí misma.

Como dije, los críticos literarios –o algunos, muchos– también se meten en el entuerto: es que su posición especial respecto del libro también corre riesgos si desaparece o tiende a desaparecer como lo conocemos hoy, de papel. La posesión exclusiva del mismo es el soporte físico de su saber específico, que está relacionado íntimamente con la industria editorial. Mientras puedan tener en sus manos y ante sus ojos los libros a los que las masas no pueden acceder sino a través de su recomendación (nadie puede adquirir todos los libros que se editan), pueden conservar sus conchabos de mediadores entre unos y otros, editoriales y lectores-consumidores.

Por esa razón no puede llamar la atención que, ante todo, un libro se destaque porque no puede –o no podría– masificarse a través de su digitalización, lo que muchos irresponsables siguen llamando “piratería”, para quienes el lector es, sencillamente, un “pirata”: es decir, alguien que busca enriquecerse (?) a través del bandolerismo organizado y sistemático; un vulgar ladrón susceptible de saquear librerías y hasta depósitos de distribuidoras de libros.

”Además de la expectativa de cierto público y de la leyenda del libro, otra explicación que resume, de alguna manera, el enorme atractivo de La casa de hojas: se trata de un libro imposible de piratear”, dice Mariana Enríquez sobre la llegada a la Argentina de la novela traducida al castellano, coeditada en España por Pálido Fuego y Alpha Decay, del norteamericano Mark Z. Danielewski [3], cuya publicación en inglés data de 2000.

Según el largo artículo de Enríquez, aparecido en la edición del suplemento Radar del domingo 23 de marzo de 2014 [4], se trata de una obra “experimental que hace uso del diseño, la tipografía, el montaje, para convertirse además en un libro-objeto que no se parece a ningún otro”, además de que “la novela es este formato y no puede leerse de otra manera”.

Seguidamente, la autora de la crítica vindica que “por sus características físicas, es no apta para un dispositivo electrónico. Ni siquiera para los de última generación”, debido a la total dependencia del papel” de La casa de las hojas, que “le da un sentido moderno al libro como objeto, lo saca de las pantallas”. Para Mariana, la edición de esta novela “es una respuesta posible y una refutación de esas profecías” que prevén el triunfo de la era digital sobre la del papel.

Como no leí el libro ni creo que lo haga (pienso como Vonnegut, quien advertía sobre presentarle excesivas dificultades –incluso físicas, como en este caso– al lector a la hora de ofrecerle una historia) y me interesa particularmente el presente y el futuro del libro y, sobre todo, de la literatura, voy a atenerme polemizar sobre esta vindicación de “un anacronismo” –como llama Enríquez a este libro-objeto– realizado en las páginas del Radar, justo en el momento en que todos los medios masivos, desde la TV a la gráfica, difunden continuamente panegíricos dedicados a `lo vintage´.

Todavía militando entre los coleccionistas, esta polémica representa simultáneamente reivindicar a mi vieja y a aquellos lectores que ponen por encima del objeto a la literatura, sea de la clase que sea, aún Corín Tellado. Incluso, a los “piratas” que leen sin pagar por ello…

Porque este anacronismo o experimento vintage no hace más que, en diferentes términos, retrotraernos a experiencias artísticas del siglo pasado, como las realizadas por dadaístas o surrealistas, o, más cerca, algunas novelas de Georges Perec: La disparition, donde no figura la letra E, a la sazón la más usada en francés; Les revenentes, donde solo usa la vocal E, o Alphabets, libro en el que Perec no repite una consonante antes de haber usado las restantes del alfabeto.

Parafraseando a Vargas Llosa, me pregunto: ¿qué clase de “espíritu crítico” se busca o se pretende al evitar la letra E en una novela o con “páginas con el texto invertido, páginas que se centran en una caja de texto que a su vez está rodeado por más texto y citas y notas al pie; páginas que tienen apenas un punto solitario, o una partitura, o un texto ilegible en Braïlle; páginas con un renglón nadando en el blanco; páginas con un sola palabra, reproducciones de Polaroids, cuadrados negros; páginas con texto en rojo, tachado pero todavía legible. La palabra `casa´ siempre aparece en azul. Una parte del texto usa Times New Roman; otra, Courier” y todavía “más anomalías”, como describe Mariana Enríquez al libro-objeto de Danielewski?

Leo varios suplementos literarios de los diarios porteños (Radar, adn, Eñe, Cultura de Perfil, a veces el de Tiempo Argentino) y noto semanalmente que la mayoría de los críticos literarios hacen alarde de su saber, algo supuestamente oscuro e impenetrable; de su poder de comprender lo que al común de los mortales nos está vedado. Y eso parece darles prevalencia sobre el lector común, un privilegio intelectual que lo acercaría a la cúspide de la pirámide que tiene por base al lector.

No es este el caso, convengamos: Mariana comenta el libro ampliamente, con lujo de detalles, y deja bien claro que le gusta; algo, por cierto, usualmente difícil de saber tratándose de la crítica clásica, moderna, contemporánea. Como ya cité, la entusiasma sobremanera el anacronismo: “La casa de hojas, con su total dependencia del papel, le da un sentido moderno al libro como objeto, lo saca de las pantallas; aunque es cierto que el libro resiste admirablemente los embates de la era digital –al menos con mayor fuerza que la música–, las voces que profetizan su eventual desaparición del mundo de los átomos continúan. La casa de hojas, probablemente sin querer, es una respuesta posible y una refutación de esas profecías”.

Pero también vale advertir que el entusiasmo y las loas a la aparición en castellano de La casa de hojas (téngase presente que el autor también fue consciente del tema en cuestión, ya que el título podría haberse traducido como La casa de las páginas, una metáfora que la comentarista parece no haber advertido cuando dice que “probablemente sin querer” el autor haya querido refutar o, más bien, evitar “profecías” que ambos, Danielewski y su apologista, resumirían como distopía) van en aquel críptico sentido: se trata de un objeto raro, difícil, físicamente inescrutable, al borde de la inaccesibilidad; incluso por el precio (29.90 euros en Casa del Libro, 28,41 de la misma moneda en Amazon y 420 pesos en Mercado Libre).

En fin, nadie puede aventurar en estas horas cómo serán los libros del futuro próximo ni cómo se contarán las historias de ese momento en más, con las nuevas herramientas que, eso sí seguramente, les darán más dinamismo y creatividad; lo más o menos seguro es que serán más parecidas al mundo digital que les servirá de terreno concreto de desarrollo que a la pretensión utópica de los partidarios del papel, aún con pretendidos laberintos borgeanos. Porque al batirse con el pasado y usando como arma el presente, el futuro siempre triunfa.

Referencias:

[1] http://www.larepublica.pe/21-10-2013/mario-vargas-llosa-insta-a-evitar-que-los-libros-de-papel-desaparezcan

[2] http://zonaliteratura.com/index.php/2011/01/24/por-que-escribir-en-tiempos-de-transicion-por-gustavo-h-mayares/

[3] http://es.wikipedia.org/wiki/Mark_Z._Danielewski

[4] http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-5274-2014-03-27.html