I) Soy de una generación que escuchaba el himno nacional en la interpretación de una banda militar o de una orquesta sinfónica; se cantaba en un susurro medio inaudible, de compromiso; se esperaba el último acorde y un aplauso desganado nos sacaba, por fin, de ese ritual algo ajeno para dedicarnos a otra cosa. Pertenezco a una generación que estableció con los llamados símbolos patrios una relación distante y fría, porque esos símbolos eran enarbolados, entre mandatos militares, armas y solemnidades aparatosas, por sujetos con quienes era imposible identificarnos. Soltada de esas bocas, la palabra “Patria” entraba derecho al conjunto de atrocidades del que nos costaba enormemente separarla. El himno nacional en aquellos actos precedía a la aparición de tenebrosos generales y oscuros funcionarios que hablaban de una Patria en la que no encontrábamos lugar, en la que muchos lo habían perdido y lo perderían para siempre.

Tal vez una escena de un libro de Manuel Gálvez -El diario de Gabriel Quiroga, de 1910- me ayude a situar mejor la cuestión: “Las violencias realizadas por los estudiantes incendiando las imprentas anarquistas mientras echaban a vuelo las notas del himno patrio, constituyen una revelación de la más trascendente importancia. Ante todo, esas violencias demuestran la energía nacional”. La escena pertenece a uno de los libros escritos para celebrar la Patria del Centenario; allí escuchamos el himno nacional como la música de fondo de un acto de enérgica defensa de una supuesta argentinidad amenazada: unos señoritos bien, con rudezas de Liga Patriótica, destrozan los signos de un enemigo foráneo que, por infortunados azares, se les ha metido adentro. Quizá mientras destrozan y cantan, mientras cantan y destrozan se les hizo patente nomás que la Patria son ellos, y en ese gesto multiplicado al infinito -aunque varíen los escenarios y los extranjeros, los señoritos bien o los generales, los indios o los “cabecitas negra”-, han logrado ir fundiendo a la Patria y sus símbolos, con una excluyente y férrea violencia de clase. Y lo han hecho de un modo tan perdurable que toda invocación a un sentimiento nacional o patriótico, quedará por años necesariamente unida a esa exclusión violenta que dificultó transmitir sencillamente el amor a nuestro suelo y a las creaciones de nuestra lengua, reconocernos en una pertenencia común a través de la historia.  “Si ellos son la Patria, yo soy extranjero”, decía Charly García por 1974.

II) Quizá algunos no sepan que un decreto presidencial de 1944, firmado por el general Farrell, reglamentó “la estabilidad de una versión única del Himno”, en la idea de resguardarlo de alteraciones que pudieran profanarlo o desnaturalizarlo y así “poner término a la verdadera anarquía que existe por su ejecución”. El decreto incluía el dictamen de una comisión universitaria que en 1927 quería poner fin “al pleito de la música” canonizando la versión de Juan Esnaola, editada en 1860. La normativa de Farrell pretendía “afirmar las tradiciones que encierran los símbolos de nuestra nacionalidad, asegurándoles la pureza de sus mismos orígenes y el tratamiento reverente condigno”. Se invocaban allí los “emblemas sagrados”, la “sugestión religiosa del culto patriótico” y en su artículo 7 llegaba incluso a regular hasta en qué tonalidad debía ejecutarse el himno (en sí bemol), además de otras indicaciones rítmicas y vocales. “Será ésta en adelante, la única versión musical autorizada para ejecutarse en los actos oficiales, ceremonias públicas y privadas” –concluía el decreto que llevaba el número 10.302-.

Fue justamente invocando este decreto que Charly García fue denunciado dos veces en tribunales por su versión del himno en los años `90. “Ofensa al símbolo patrio”, fue el cargo. Cuando la Cámara en lo Contencioso Administrativo desestimó la denuncia, Charly negó haber tomado a burla el himno: “Se trata de mi propia visión de una canción para muchos asociada con malísimos recuerdos de bandas militares; mi versión sirvió para que muchos pibes jóvenes y personas de mi edad se acercasen a la canción patria". No sólo ellos son la Patria; de ese modo Charly le dio otra vuelta al asunto planteado en 1974.

III) Desde aquel momento –y sobre todo en los últimos años-, una pequeña novedad se viene dando con el himno nacional, muestra, tal vez, de una nueva relación también con los símbolos y los días patrios. Del himno se vienen haciendo, de modo creciente, innumerables versiones (hay quien ha contado más de 300). Más allá de los aciertos estéticos, lo cierto es que florecieron mil modos de interpretarlo. No pretendo dar ningún lista exhaustiva; sólo preguntarme si la diversidad de los modos de tocar y cantar el himno, lo han vuelto otra cosa, le han permitido cobrar un nuevo sentido en la conciencia colectiva, a la vez de darnos otro trato con la tradición nacional.

Trato de explicarme con algunos ejemplos. Hay una hermosa versión del músico mendocino Javier Rodríguez, que no sólo canta la letra completa del himno -incluyendo las censuradas invocaciones antiespañolas, latinoamericanistas e indigenistas (“Se conmueven del Inca las tumbas / y en sus huesos revive el ardor”)- sino que la canción patria de pronto se vuelve tonada, zamba, chaya, sama cueca, chacarera, malambo, candombe, polca paraguaya… No es el único emprendimiento en ese sentido (también –pero hay muchos- la producida por el talentoso cuarteto de saxos Cuatro vientos, otra realizada con la dirección de Lito Vitale, etc.), que hacen del himno tema de múltiples variaciones que lo mestizan con la inmensa riqueza de los instrumentos y ritmos folklóricos indo-afro-latinoamericanos. También se convirtió en tango, con el entrañable bandoneón de Rodolfo Mederos, o con Javier Calamaro y Leopoldo Federico, o en la voz de Ariel Ardit y la orquesta típica de Andrés Linetzky. Se meció en canción litoraleña cuando el chango Spasiuk lo entremezcló una tarde con el clásico Kilómetro Once, en un acto patrio en plaza de Mayo. Hay versiones que lo transfiguran en música electrónica, cumbia -con Damas gratis-, heavy metal, reggae, punk, rock -en la guitarra de Sky Beilinson de Los redondos… o lo fusionan audazmente como el encuentro entre el grupo de percusión Choque urbano y la banda del regimiento de Granaderos  “Fanfarria del Alto Perú”.  Prácticamente no hay provincia argentina que no haya producido oficialmente una versión audiovisual del himno, con sus paisajes, sus ritmos, tonadas e instrumentos típicos de cada región. Hay, además, registros en lenguas guaraní, Qom, quechua, mapuche… hasta en lenguaje de señas -por la cantante Patricia Sosa-. Hay un modo muy singular de cantar a garganta suelta el puente a “sean eternos los laureles…” en las canchas de fútbol cuando juega la Selección. (Hablando de fútbol ¿qué lugar en la memoria colectiva, para las enojadas puteadas de Maradona, en el Mundial ‘90, cuando los italianos silbaron el himno argentino?).

En esta diversidad de registros, de instrumentos, de ritmos, un lugar especial tiene al audiovisual que produjo el Programa de Orquestas y Coros Infantiles y Juveniles para el Bicentenario, del Ministerio de Educación de la Nación, al cumplirse 200 años de la creación del himno. Se trata de un proyecto en el que 1500 pibes de orquestas y coros de todo el país lo ejecutaron en lugares increíblemente hermosos: la quebrada de Escoipe y los valles Calchaquíes (Salta); el Parque Nacional Ischigualasto-Valle de la Luna (San Juan); la Isla del Cerrito (Chaco); las orillas del lago Moreno (Río Negro); un tramo del camino de los 7 lagos en San Martín de los Andes (Neuquén); la costa del Río de la Plata, en San Fernando (Provincia de Buenos Aires) y la reserva ecológica de la Costanera Sur (Ciudad de Buenos Aires). Esos 1500 pibes tocaron instrumentos que guardan una relación cultural muy específica con esos territorios (los bandoneones en Buenos Aires, los sikus en el norte, los acordeones en el Chaco, por ejemplo), del mismo modo que los ritmos de esas versiones según la tierra donde se ejecutaba: el himno fue zamba, fue carnavalito, fue chamarra, fue tango. Al terminar –y cuando alguien indicó que las tomas habían salido bien- los pibes gritaron de alegría, corrieron jugando. Me dije que algo estaba cambiando. No es obligatorio que la emoción que producen esos actos haya que ponerla en la cuenta de ningún chauvinismo. Estoy tratando de plantear qué consecuencias en la sensibilidad colectiva y en la apropiación popular de uno de los símbolos patrios ha tenido este florecimiento de mil versiones.

Quiero todavía traer a esta pequeña lista, dos versiones más, de las muchas producidas por el canal Encuentro. Una, la de una mujer añosa, norteña, que amasa mientras canta el himno en la sentida letanía de una baguala. La otra, un patio de una casa humilde, al fondo del cuadro se ve la puerta abierta a la calle, un padre con su hijo en la guitarra canta, lento, apenas afinado, “al gran pueblo argentino, salud…”. Son escenas de una intimidad y una sencillez conmovedoras. No hay en ellas solemnidad ni ecos marciales, pero sí un profundo respeto que acerca al himno a una dimensión cotidiana y fraternal.

Quizá allí comprendemos que no hay porqué ceder a su repetición uniforme e impersonal, ni custodiar ninguna “pureza del origen” –de la que hablaba el decreto del general Farrell-. Extraña pureza de origen, por lo demás, la de un himno compuesto por el catalán Blas Parera, inspirado –como muchas otras marchas patrióticas- en la francesa Marsellesa, con tramos de sonatinas del italiano Mucio Clementi y enormes similitudes en su letra con los poemas épicos compuestos por el español Gaspar Jovellanos para los astures durante la guerra de España contra Napoléon.

De este y de otros tantos mestizajes nacieron la Patria y sus símbolos, símbolos que no aspiran sino a la transmisión de una discreta fraternidad que nos aúne y que para ser eficaz, para calar en la sensibilidad colectiva, deben dejar que cada quien se apropie de ellos, de la manera más generosa posible, a título personal –como se dice.