No podía saber entonces que mi cuerpo y mi mente asistían, por primera vez, a esos sucesos, trágicos y absurdos que a lo largo de los años no harían más que repetirse, en versiones cada vez más ridículas y cada vez más trágicas. Aunque es posible que no haya sido así, que el absurdo y la tragedia no residieran en los hechos en sí sino en su incesante repetición. Pero esto ya lo vi, parece decirse uno en esos momentos que, por lo aparentemente novedosos deberían provocar alguna perplejidad y no el tedio, el desconcierto y la impotencia que producen el sentirse irremediablemente atrapado en una burbuja del tiempo, como los muñecos de las bolas de cristal que cuando no están cabeza abajo son gradualmente cubiertos por miles de granitos de azúcar impalpable que simulan infinidad de copos de nieve, hasta volver a ser puestos cabeza abajo para luego volver a ser cubiertos de miles de granitos de azúcar impalpable que simulan infinidad de copos de nieve. Y así y así, una y otra vez.

¿Pero qué podía saber de esto en esa primera versión de lo que con los años no sería más que una incesante repetición? Y si no sabía, ¿por qué permanecía paralizado en el vano de la puerta color mierda de perro escuchando la historia de la Piraña mientras en la calle se alejaba la última oportunidad de que los niños argentinos siguiéramos siendo los únicos privilegiados? ¿Cómo haría ahora el tío Polo para traer de vuelta a Perón si yo todavía tenía su revolver y en vez de correr a devolvérselo, seguía como un pavote más, como si fuera otro Pelado, otro Mudo y otros Carlitos y Alberto Culacciati, pendiente de los ataques de sacrosanta ira socialista que arrebataban a Miguel y fascinado por las fabulosas historias del doctor, que no por nada el doctor era doctor y leía La Prensa y La Nación?

Para cuando conseguí reaccionar, junté ánimo y atravesé el bar hasta la puerta de Lascano. Tampoco en la calle era posible encontrar el menor rastro de María Elena, Friedman o De Santis. Caminé hasta la vía, que bordeé hasta el puente y retrocedí hasta el bar. Siempre mirando a ambos lados en las esquinas, seguí hasta el pasaje y permanecí un buen rato frente a la casa de Emilio tratando de percibir en su interior algún vestigio de presencia humana.

Sin animarme a golpear la gigantesca puerta, volví a lo de mi tía y desganado y de mal humor, entré por el pasillo y me dirigí directamente hacia la terraza, donde encontraría consuelo en la fervorosa adhesión que mis miguitas de pan y yo despertábamos en los conejos.

Que nadie pretendiera explicarme que los conejos me rodeaban por cálculo e interés, tan sólo atraídos por mis miguitas: hacía rato que se me habían acabado y no quedaba en mis bolsillos ni el menor rastro de pan; sin embargo, ellos todavía seguían dando saltos a mi alrededor, festejándome, enredados en mis piernas. Si casi no me dejaban caminar.

Estorbado por los conejos caminé hacia el parapeto ya con la libreta en la mano: cuando volviera, tenía que preguntarle a Perón qué sentía cuando todos se congregaban a su alrededor. Recuerden que yo estaba seguro de haberlo visto a la vuelta de mi casa, frente al club, subido a la caja de madera de un rastrojero, repartiendo juguetes a los chicos del barrio. Los chicos levantaban los brazos en su dirección y saltaban alegres y entusiastas, ansiosos por recibir una número cinco de cuero, como las de verdad.

No podía estar del todo seguro, porque no me animé a acercarme, pero todavía me parece estar viendo a Perón con una enorme sonrisa iluminándole el rostro: parecía feliz.

Sin embargo, sigo sin saber qué pensar. Mi viejo y mi vieja y mi tía y mi tío Rodolfo se reían de mí. Hasta Pablito Serún se reía de mí. ¿Qué iba a estar haciendo Perón en Villa del Parque? ¿Repartir juguetes en un club de morondanga de Joaquín V. González y Marcos Sastre? ¿En qué cabeza cabía semejante disparate?

Cuando descubrí que mi vieja y mi tía susurraban en el patio preocupadas por mi cordura, dejé de decir que había visto a Perón a la vuelta de casa. Lo primero que se le ocurriría a mi vieja sería llevarme al consultorio del doctor Nielsen, en la calle Nazca.

El doctor Nielsen no tenía pelo sino una fina pelusita rosada alrededor de un cráneo redondo y brillante. Y un olor a limpio que daba asco. Y lo primero que se le iba a ocurrir sería darme más inyecciones de calcio.

Antes de volver a pasar por esa experiencia, me hacía antiperonista, como Teisaire.

No pude anotar nada porque había extraviado el lápiz. Permanecí un buen rato

inclinado sobre la baranda de la terraza, tratando de adivinar dónde se había metido María Elena, convencido de que si  esa misma tarde no conseguía devolverle el revólver a Polo, Perón seguiría en América Istmica por siempre jamás, repartiendo pelotas número cinco a los niños panameños.

Finalmente, de un modo que no alcancé a comprender, tuve una revelación: María Elena, Friedman y De Santis tenían que estar en casa de Emilio, con el tal Velázquez, que acababa de llegar de Santa Fe y quería, más que nada en el mundo, hablar con De Santis.

¿Cómo no me había dado cuenta antes? “Velázquez los espera en la casa de Emilio”, había dicho María Elena.

Salté fácilmente la parecita que separaba la terraza de mi tía de la de don Santiago haciéndome la solemne promesa de aprenderme de memoria todos los ríos de Asia, la tabla del siete y la regla de tres compuesta si conseguía darle el revólver a Polo y en un abrir y cerrar de ojos Perón estaba de vuelta en la Rosada, los niños argentinos volvíamos a ser los únicos privilegiados del mundo y ningún chico tenía que trabajar como un burro desde los nueve años.

En la Argentina de Perón y Evita no había niños mendigos ni niños que trabajaban como burros. Estaba seguro de eso. Los niños que trabajaban como burros desde los nueve años se quedaban pelados como mi tío, se les ensuciaban los anteojos con grasa y perdían las pantuflas en el entarimado del piso.

Crucé a la carrera la terraza de don Santiago y salté a la de don Manuel. Después de unos segundos, volví a correr y salté a la terraza de doña Juanita, de ahí a lo de doña María, de donde trepé, muy dificultosamente, apoyando los pies en los ladrillos de la pared, a la medianera de Emilio.

Los techos de la casa de Emilio era altísimos, pero por suerte, en un ángulo del patio, entre el baño y la piecita de arriba de la cocina, estaba apoyada la larga escalera de pintor por la que el tío Polo había podido descender meses atrás.

Bajé los escalones cuidadosamente, llegué hasta el patio sin dificultad y me escondí detrás de unas macetas con malvones, desde donde podía espiar el interior de la casa.

En la sala, De Santis acababa de dar dos grandes zancadas. Se detuvo y, por un momento, pareció distraído por los libros. Nunca en su vida debía haber visto tantos juntos. Me pareció que suspiraba antes de dejarse caer en un sillón de mimbre. Frente suyo, en otro sillón, Friedman permanecía sentado, muy derechito, mientras más allá Polo se paseaba nerviosamente frente a la ventana que daba al pasaje. En la cocina, Emilio cortaba queso y salame para una picada. 

¿Y María Elena?

No podía verla por ningún lado.

–¿Se puede saber qué hacés acá?

Un segundo después de sobresaltarme, María Elena me había agarrado de la oreja. Era maestra, ya saben.

Abrió la puerta.

–Miren lo que encontré afuera.

Tiró de la oreja y me deslicé dentro de la sala como un muñeco de gelatina.

Me dolía horrores, pero no tuve tiempo de sentir otra cosa que vergüenza. Y mucho miedo. Pero lo más importante: era evidente que me había quedado sin superpoderes.

Todos se sorprendieron mucho de verme ahí, y más que ninguno, Polo.

–¿Qué mierda estás haciendo acá?

¿Qué podía a decir? ¿Estoy espiando para contarle a Perón?

Alargué el bolso de lona azul.

–Te traje esto.

Polo ya estaba a mi lado. Podía notar su enojo en cada uno de sus gestos, en cada uno de los músculos de su cuerpo. María Elena me seguía tirando de la oreja y Polo parecía a punto de darme vuelta la cara de un cachetazo.

Me arrebató el bolso con violencia. Seguramente quería descargarse, pero me dieron ganas de llorar. No me di cuenta de que lloraba hasta que empecé a ver todo borroso. Mis mejillas estaban húmedas y la humedad sabía a salado.

–¿De donde sacaste este bolso?

Por fin, María Elena me soltó.

–La tía lo quiso tirar a la vía del tren –balbuceé entre pucheros.

Polo  hundió la mano en el bolso y extrajo el revólver, envuelto en una franela amarilla. Lo miró bien, lo olió y se lo metió en la cintura del pantalón.

María Elena me miraba, seria.

–¿Qué vamos a hacer con vos?

–¡No me mate, por favor!

De Santis se incorporó de un salto. Miraba alternativamente a Polo y María Elena.

–¡Pero cómo se te ocurre! –exclamó María Elena.

Polo reía.

Me tranquilicé un poco. Y ya saben cómo son las cosas: cuando uno es chico los problemas se pasan pronto. Hasta el temor y la vergüenza desaparecen como por encanto. El dolor de un tirón de orejas tarda un poco más.

–Seguí a la tía hasta la vía del tren y cuando tiró el bolso, lo escondí en medio de una enredadera. Y a la noche lo fui a buscar –No podía dejar de hablar– Le expliqué a la tía que iba a Sahores.

–Callate –dijo Polo.

Y me callé.

Emilio llegó con una gran bandeja de aluminio, igual a las del bar, que Polo sabía manejar con una sola mano, con tanta profesionalidad como Rodolfo, aun con botellas o repleta de pocillos de café, si derramar una gota. Pero Emilio no era un profesional y la llevaba con las dos manos. Traía una fuente con queso cortado en daditos, otra con salame, aceitunas, una panera, varios vasos y una hielera. Calculé que la soda y la botella de vermú eran demasiado para él; ya volvería a la cocina a buscarlas.

Al verme no mostró sorpresa; apenas si alzó las cejas.

–¿Qué carajo vamos a hacer con vos? –insistió Polo.

Se me ocurrió que podría acompañarlos, adonde fuera que él y De Santis planeaban dirigirse. Como agente peronista, me sentía más eficaz y mejor que Friedman. No me extrañaría si rehusaban a llevarlo con ellos. Yo haría lo mismo. De todos modos, guardé silencio.

–¿Lo podés tener acá hasta que volvamos?

Polo le hablaba a Emilio, de mí.

¿Quedarme con Boris Karloff a solas?

–Si tardan mucho en volver, tu hermana se va a preocupar. Además, el pibe no va a decir nada–. Emilio se volvió hacia mí y me miró desde las alturas– ¿No es cierto?

–No, claro –exclamé–. ¿Cómo voy a decir? –Tomé aire y agregué, muy serio–: Yo también soy peronista.

La carcajada que estalló a mis espaldas me sobresaltó. Junto a la ventana que daba a la ochava, el desconocido se desternillaba con una risa fue contagiosa. Parecía casi tan viejo como mi abuelo. Y como él, era delgado, fibroso, de baja estatura y tenía el pelo muy fino y con grandes entradas, pero completo y con pocas canas. Hasta ese momento había permanecido lejos de mi vista, a medias oculto por una de las grandes bibliotecas. Debía ser el tal Velázquez.

Inmediatamente, Polo lo imitó y un instante después, todos reían muy divertidos a expensas mías, hasta Friedman.

–Si te escucha tu viejo nos caga a patadas a los dos –dijo Polo.

Y entonces yo también reí.

Todo estaba bien. Me había sumado al grupo. Me puse de pie, me arrimé a la bandeja y me serví queso, salame y un poco de pan. Tenía hambre.

Emilio fue a la cocina y volvió con la soda, el Cinzano y una botella de granadina para mí y María Elena.

María Elena no tomaba alcohol.

–Estuve con el compañero Carranza –explicó Polo–. Nos vamos a encontrar en Florida. Ahí es la reunión. Lo voy a llevar a De Santis para que explique que Perón está en contra del golpe.

–¿Pero este qué carajo sabe? –preguntó Friedman. Parecía sorprendido.

De Santis alzó los hombros, estiró las piernas y metió la mano en el bolsillo, del que sacó un papel amarillo con filigranas impresos. Se lo alcanzó a Friedman.

–Tomá, ruso. Yo no la voy a poder usar. Aprovechá para conocer el Luna.

–No me gusta el box –repuso Friedman con rapidez.

De Santis alzó la vista y miró a Polo, de pie detrás de Friedman.

–Pelea Lausse, pero el señor es demasiado fino para ir a la popular.

–Ya te dije que no me gusta el box –insistió Friedman, tozudo.

De Santis y Friedman seguían sentados uno frente al otro en los sillones de mimbre de la sala de Emilio. Polo, impaciente, volvió a pasearse por la habitación.

–Bueno, vamos de una vez –dijo–. Cuanto menos tiempo perdamos, mejor.

Para ir a Florida debían tomar el tren. Polo y De Santis sostuvieron una larga discusión al respecto. Para De Santis lo mejor era ir por la avenida hasta la General Paz y de ahí hasta Puente Saavedra, donde podían tomar el Belgrano hasta Florida Oeste. La casa quedaba a unas pocas cuadras de la estación, había explicado Polo. Ahorrarían camino y evitarían el riesgo de cruzar Retiro, llena de tiras. Polo proponía ir hasta Paternal, tomar el tren hasta Retiro y ahí agarrar el Belgrano. El camino era más largo, pero llegarían más rápido.

–Retiro es peligroso –objetó María Elena– Si te reconocen, estás sonado.

–Los muchachos son todos peronistas –explicó Polo con una gran sonrisa– Quedate tranquila.

María Elena seguía muy seria y no muy convencida.

–Está bien, pero mejor dejá el revólver. Si te paran y te lo encuentran...

Mientras Polo dejaba el revolver en manos de Emilio, Velázquez se dirigía a la puerta de calle.

–Compañeros –dijo–, tenemos que convencer a la mayor cantidad posible de trabajadores de que no deben participar de la aventura golpista, pero por más esfuerzos que pongamos, no vamos a poder impedir el movimiento militar. La mano va a venir pesada, de manera que a guardarse lo antes posible. Nadie en la calle a menos que sea indispensable –Abrió la puerta y con la mano todavía en el picaporte, agregó–: Pero muy atentos a la radio y listos para salir a apoyar el movimiento si es útil y necesario.

–Pero a la final ¿en qué quedamos? –murmuró De Santis, mientras salía detrás de Polo.

Me quedé mirando cómo se alejaban por el pasaje, hacia la estación Paternal.

*Publicado en Revista Zoom