Y yo que pensaba que mis mayores pecados eran ser de River, judío y peronista. Pero no, me acabo de enterar de uno peor: querer que mi nena de 2 años pueda educarse en una escuela pública de la Ciudad de Buenos Aires. Yo, docente en universidades, terciarios y secundarios públicos, pensé todo la vida (hasta este fatídico verano) que la educación era un derecho consagrado en la Constitución Nacional, además de pactos y tratados internacionales a los que nuestro país adhiere (o adhería, sino pregúntenle a Milagro Sala por quien pidieron su libertad Aministía Internacional, la ONU, la OEA, entre otros organismos y el macrismo desoyó flagrantemente).

Al parecer, en la Ciudad de Buenos Aires, experimento macrista de ciudad excluyente que están buscando implementar a nivel nacional, el acceso a la educación es una bendición y no un derecho, tal como dijo el Presidente refiriéndose al trabajo.

Cometí el imperdonable error de anotar a mi nena en la inscripción complementaria de febrero, por lo cual me sumé, junto a varios miles, a  los más de 11 mil chicos que no pudieron ingresar en la primera inscripción, en octubre de 2016. La anoté en la supervisión correspondiente, y a partir de allí comenzó mi travesía (que es la de cientos de miles) que incluyó visitas y consultas a las escuelas en que está anotada, al distrito escolar, al Ministerio de Educación porteño, reclamos al Gobierno de la Ciudad y a la Defensoría del Pueblo. Hasta que pude averiguar que mi nena está 27 en la lista de espera, por lo que lo más probable es que esa vacante la puedan obtener sus hijos, o sea, mis nietos. Un disparate. Se sumaron a los 24 chicos en lista de espera en la inscripción de octubre, varios más en la segunda tanda de inscriptos, mi nena entre ellos. La pregunta es porque abrieron otra inscripción, ¿hacía falta?

Como trabajador de la educación en la Ciudad de Buenos Aires se el pésimo estado de las instituciones: trabajo en algunas que no tienen vidrios en las ventanas donde el invierno es similar a Siberia y el verano al desierto de Sahara, trabajo en otras donde se han caído techos en las cabezas de los alumnos. Todas sin excepción tienen tres coincidencias: el desastroso estado de infraestructura, la vianda en pésimo estado que reciben los alumnos y el infaltable cartel amarillo que dice que se está haciendo alguna obra, en su mayoría para empresas ligadas al mejor amigo de Macri, y probablemente su alter ego: Nicolás Caputo.

La inversión en educación desciende año a año, algo lógico tratándose de un gobierno neoliberal que considera que todo lo vinculado a lo social es un gasto y por ende hay que recortar.

Estamos en momentos peligrosos donde un nefasto discurso social prende con fuerza en vastos segmentos poblacionales. El mismo plantea que todo lo asociado al Estado es malo, al igual que las reivindicaciones laborales de los trabajadores organizados. La campaña orquestada por los trolls (pagos con nuestros impuestos) contra los docentes es un ejemplo. Son voluntarios, es decir que no cobran, por lo cual se encargan de dejar en claro que el docente no es un trabajador, o al menos pueden ser reemplazados por cualquiera.

En el 2017, cuando la ola amarilla avanza con fuerza contra las tareas sociales del Estado, somos varios los que estamos dispuestos a luchar contra esa marea incontenible. En ese contexto, como le digo con frecuencia a mis alumnos, estudiar hoy en una institución pública es el mayor acto de rebeldía de estos tiempos. Cuando la ignorancia y el desprecio por el otro es la norma, educarse es revolucionario. Quiero eso para mi nena con vistas a su futuro, ¿seré muy ambicioso?