El domingo amaneció frío y gris, como suelen ser los domingos de junio. El bar de mi tío estaba cerrado y había en la calle muy poca gente. Sentado en el umbral de la puerta del pasillo, Pablito Serún contaba a quien quisiera oírlo que había hablado por teléfono con Perón. 

Nadie quería oírlo y cualquiera al que se le acercara, apuraba el paso.

Cuando los primeros rayos de sol empezaban a parecer en el horizonte, las noticias llegaban a La Plata: el gobierno había decretado la Ley Marcial y ya había habido fusilamientos en Lanús.

Sin embargo, los tres tanques Sherman del capitán Morganti permanecían ante el edificio de la Jefatura de Policía sin hacer uso de sus cañones. Si el tiroteo no se definía cuanto antes a favor de los revolucionarios, por el solo paso del tiempo se volcaría a favor del gobierno. Pero obedeciendo las instrucciones del general Valle, Morganti seguía sin dar a los Sherman la orden de disparar.

Cuando subí a la terraza, ni siquiera los conejos salieron a recibirme. En el cielo no había señales del avión negro. Y no era necesario vigilar la aparición del autito de la policía por la curva de Arregui: nadie jugaba a la pelota en la esquina. De ahí que me decidiera a ir hasta lo de Emilio: tal vez el tío Polo estuviera de regreso de la extraña misión que le había encomendado Velázquez. Quería despedirme de él antes de que volviera a desaparecer.

Dos compañías de infantes de Marina despachadas desde la base de Río Santiago  se encontraban a las puertas de La Plata, a la que por el camino Centenario también se aproximaba el coronel Desiderio Fernández Suárez secundado por 120 hombres de la Escuela de Policía.

El coronel Desiderio Fernández Suárez seguía sin encontrar a Tanco, pero no perdía las esperanzas.

En pocos minutos, Morganti podría ser aislado del grueso de los hombres acuartelados en el regimiento, y tomado fácilmente entre dos fuegos por los infantes y los defensores de la Jefatura.

Una escuadrilla de cuatro Beechcraft AT11 provenientes de la base naval de Punta Indio ametralla el Regimiento 7. En una táctica perfeccionada en junio del año anterior, una de las aeronaves deja caer sobre el cuartel un tanque de combustible, que estalla envolviendo el patio de armas en una nube de humo y llamas.

Ante la certidumbre de que todo está perdido, Cogorno ordena a sus hombres abandonar la plaza y dispersarse, al tiempo que envía un estafeta a comunicar la decisión a Morganti, tras lo cual sube a un automóvil a su amigo Abadie, herido en la espalda.

Luego de recibir el decreto del poder ejecutivo imponiendo la Ley Marcial, el general Lorio, jefe de la guarnición de Campo de Mayo, convocaba a un Consejo de Guerra Especial para juzgar a los insurrectos que se habían rendido durante la madrugada.

El general Lorio trató de pasar por alto la irregularidad de la situación: la ley marcial había sido dictada con posterioridad a los hechos que el consejo debía juzgar, por lo que no correspondía aplicarla. No se le pasó por la cabeza que acabarían fusilando a alguien: ignoraba todo cuanto había estado ocurriendo más allá de los límites de la guarnición.

Estaba tranquilo: si bien por rutina el fiscal pediría para los detenidos la pena de muerte, el tribunal resolvería no dar lugar al pedido, remitiéndolos a la justicia militar ordinaria.

Como no podía ser de otro modo, yo había ido a la casa de Emilio pasando de terraza en terraza, un poco porque le había encontrado el gusto o se me había vuelto hábito y bastante por la sospecha de que, de golpearle la puerta, era muy probable que Emilio no me abriera.

Sería así que sentado en uno de los maceteros, entre los malvones del patio, mientras Emilio preparaba el fuego para el asado y Friedman, que acababa de regresar de la panadería, cortaba un queso y una longaniza, escucharía de boca de De Santis una historia que me costó entender y luego, mucho más asimilar.

Convocado de urgencia al Ministerio de Ejército y, sin conseguir salir del estupor, el general Lorio escuchará al general Osorio Arana ordenarle fusilar a los prisioneros, siguiendo las precisas directivas impartidas por el gobierno.

–La sentencia del Consejo de Guerra me chupa un huevo –informó Osorio Arana ante los argumentos de Lorio–. Los insurrectos van a ser fusilados por una orden del Poder Ejecutivo Nacional, no sé si me explico.

–Se explica, pero no estoy de acuerdo.

Parece ser que al ministro la opinión de Lorio le chupaba el otro huevo.

–Es una orden.

–La obedeceré sólo si la recibo por escrito –responderá Lorio, obligando así al gobierno a dictar el insólito Decreto 10364 que ordena los fusilamientos, porque sí.

No me fue muy difícil comprender las razones por las que De Santis estaba vestido de forma tan estrafalaria, pero no me animé a preguntar dónde estaba mi tío, por qué no había vuelto. ¿Acaso había viajado a Rosario o a donde fuera que se escondían los peronistas?

Bajo una persistente garúa, el automóvil del coronel Cogorno fue interceptado en el puente Villanueva, sobre el río Salado, por personal de la comisaría de General Belgrano. El coronel y su amigo Abadié, cuya espalda había vuelto a sangrar, no tuvieron otra opción que rendirse luego de que su automóvil quedara encajado en el barro al pretender girar en redondo para retomar el camino.

Adivinando mi muda pregunta o respondiendo un interrogante de Emilio, con los ojos fijos en el contenido de su vaso, De Santis había meneado la cabeza, con aire de desconsuelo.

–No, con ese tiro en el pecho...

La partida policial traslada a Cogorno a la Jefatura de Policía. En el edificio que sigue en pie gracias a su orden de no destruirlo a cañonazos, lo interrogan el coronel Luis Leguizamón Martínez, comandante de la Segunda División de Infantería, el coronel Piñeiro, jefe de estado mayor de la Segunda División y el jefe de policía, teniente coronel Desiderio Fernández Suárez.

Ni siquiera entonces, luego de escuchar el vívido relato de De Santis, de imaginar a la mancha oscura crecer en el pecho de Polo, cómo sus piernas se aflojaron y su cuerpo se derrumbaba lentamente sobre la caja del camión, ni siquiera entonces pude comprender, realmente, que jamás volvería a verlo.

Mucho menos conseguirían hacerlo mi vieja, mi tía, mi viejo, mi tío espiritista y todos los demás hermanos, incluido el tío Rodolfo. Pues así como de ahí en más mi viejo iría a la cancha solo y mi vieja y mi tía seguirían susurrando en el patio durante años, Rodolfo ya no tendría con quien discutir durante los almuerzos domingueros y, casi sin que nadie pudiera darse cuenta, comenzaría a apagarse lentamente, como si, al igual que mi tía, se estuviera yendo hacia ese planeta lejano al que parecían haberla llevado los comandos civiles y los infantes de Marina cuando irrumpieron por primera vez en la casa en busca de una bomba.

El asado ya estaba listo. Emilio abrió uno de los felipes que Friedman acababa de traer de la panadería, sacó un chorizo de la parrilla, lo cortó en forma de mariposa, lo metió en el pan y me lo alcanzó.

–Volvé a lo de tu tía. Ya deben haber llegado tus viejos y seguro te están buscando para comer.

Le di un mordisco al sanguche, pero no me moví.

–Andá, pibe. Ya terminó todo –dijo Emilio.

Pero no todo había terminado. En ese momento, el general Arandía, cuartel maestre general del Ejército, el teniente coronel Quijano, el general Huergo y el coronel Pizarro Jones se habían constituido como tribunal en la Escuela de Mecánica. Ayudados por un oficial auditor, están tomando declaración a todos a los involucrados en el levantamiento cuando reciben la orden de aplicar la ley marcial a los cabecillas, que es objetada por el oficial auditor: los sublevados se han rendido mucho antes de que llegara a la escuela el bando declarando la ley marcial, razón por la que en ningún momento pudieron haberla violado.

No corresponde, sostiene el auditor, secundado por Arandía, Quijano y Pizarro Jones. El general Huergo coincide con la posición mayoritaria, pero hace una salvedad: es imprescindible hacer tronar el escarmiento si se quiere acabar de una vez por todas con la peste peronista.

El tribunal decide enviar al general Arandía a entrevistarse con el presidente Pedro Eugenio Aramburu.

Luego de escucharlo, el presidente Pedro Eugenio Aramburu responde que, en salvaguarda de los ideales democráticos, el Poder Ejecutivo ha decidido fusilar a los sublevados, estén o no encuadrados dentro de la ley marcial.

A las 22 horas de ese domingo 10 de junio el coronel Cogorno recibirá la condena: será fusilado en el Regimiento 7 por hallarse encuadrado dentro de los considerandos de la ley marcial. La pena se hará efectiva a las 0.15 del lunes 11 de junio.

Unas horas después, los suboficiales Hugo Eladio Quiroga, José Miguel Rodríguez, Miguel Angel Paolini y Ernesto Garecca enfrentarán el pelotón de fusilamiento con asombrosa serenidad, rehusando ser vendados.

El pelotón no será integrado por oficiales, suboficiales ni, mucho menos, por los miembros del tribunal ad hoc, el general Osorio Arana o el presidente Pedro Eugenio Aramburu, sino por los aspirantes de primer año de la escuela, de no más de 16 años de edad.

En un departamento del barrio de Once, sobre la calle Rivadavia, domicilio de un poeta que no salía a la calle desde el año anterior, el general Valle corrió apenas las cortinas y miró hacia el exterior, hacia el gris y frío atardecer de ese triste día de junio. Luego de unos segundos, se volvió.

–Framini, vamos a pelear a La Plata.

El poeta disimuló su sobresalto aspirando pausada y profundamente el humo de su pipa, que saliendo del costado de su boca y el orificio de su nariz lo envolvió en una bruma azulada y espesa, y miró hacia su izquierda. En el sillón que habitualmente ocupaba su discípulo José Luis –una de sus pocas visitas habituales antes de la llegada del huracán– el hombre moreno al que Valle se había dirigido se sacudió casi imperceptiblemente. Sus ojos eran invisibles detrás de los anteojos de vidrio verde oscuro, de grueso y negro marco, que, junto al prolijo bigote negro, le daban un extraño aire a gangster japonés o a empleado de casa de pompas fúnebres. De todas formas, el poeta pudo percibir su agitación.

–¿Y qué mierda vamos a hacer en La Plata? 

La boca de Valle se torció hacia un lado. El mentón acompañó el movimiento dándole un cierto aire a marioneta de ventrílocuo. Fue sólo un segundo y se recompuso de inmediato.

–No sé, pero algo hay que hacer para que no sigan matando gente.

El poeta expulsó una nueva bocanada de humo.

–Quédese acá, general. No salga a la calle porque si lo agarran, lo van a matar a usted también.

–Yo no soy un revolucionario de café. No me voy a esconder mientras asesinan a mi gente.

–Piénselo –dijo Andrés Framini–. La revolución está perdida. No hay nada que hacerle, nos entregaron. Estos hijos de puta nos dejaron hacer para darnos un escarmiento.

Valle asintió.

–Tiene razón, pero hay que parar los asesinatos. Y acá no me quedo.

–Se puede quedar todo lo que quiera –protestó el poeta–. Acá está seguro.

Valle lo miró preguntándose si ese hombre era tan ingenuo como en ese momento parecía.

–Acá no estoy seguro un carajo –dijo–. Ni tampoco usted. Si me encuentran en su casa, son capaces de fusilarnos a los dos.

El poeta alzó las cejas, entre intrigado e interesado. Tal vez no fuera un mal final caer abatido ante un pelotón de fusilamiento. Dio una nueva y aun más profunda chupada a la pipa.

–¿Sabían ustedes –exhaló el humo y carraspeó– que durante las tormentas el león da la cara al viento para que su pelambre no se desordene? Yo hago lo mismo: doy la cara a todos los problemas. Es la mejor manera de permanecer peinado.

El general sonrió, a su pesar.

–Está bien, pero hasta que decida qué hacer, voy a ir a lo de Gabrielli.

–¿Le parece? –preguntó Framini–. Mire que Gabrielli...

–Es conservador, pero es un amigo. Y, por lo menos, a él no lo van a matar.

Framini se puso de pie.

–Salgamos juntos –dijo.

El poeta les alcanzó los abrigos, siempre chupando su pipa, y ayudó al sindicalista a colocarse el sobretodo.

–En la eterna lucha entre el hombre y el sobretodo –comentó–, yo siempre estaré del lado del hombre.

El sargento Garecca, todavía vestido con el mismo sobretodo negro, termina de fumar un cigarrillo. Sujeta el pucho entre el pulgar y el dedo medio de su mano derecha y lo arroja hacia delante, en dirección al pelotón de aterrados aspirantes. A continuación, se abre el abrigo y saca pecho:

–¡Fuego! –ordena.

Varios aspirantes vomitan.

Horas después, al mediodía del martes 12 de junio, tras ser sometido a un absurdo interrogatorio por parte de Fernández Suárez, Alberto Juan Abadíe es abatido en el campo de entrenamiento de perros de la policía.

–¡Perro! ¡Vas a morir esposado como tienen que morir todos los peronistas! – escupió el capitán de Corbeta Salvador Ambroggio, subjefe de la policía de la provincia de Buenos Aires.

–La historia nos va a dar la razón –dijo Framini, para consolar al general, al poeta o a sí mismo.

El poeta meneó la cabeza.

–Ay Framini, qué de ilusiones se hacen las personas con la historia... –miró de reojo a Valle y sonrió–. De los militares cualquiera lo espera: están intoxicados de ideas abstractas, voces de mando, sones marciales, entorchados y frases rimbombantes, carentes de significado, pero un sindicalista, un hombre práctico como usted…

–Pero la historia…

–Desengáñese: la historia no es una ciencia, sino un arte…

–¡Por eso mismo!

–Sí, el arte de mostrar una cara limpia para esconder un culo siniestro.

El poeta abrió la puerta del departamento y palmeó la espalda de Framini.

–Vaya, Framini, vaya. Pero consuélese –agregó cuando el general y Framini ya avanzaban por el pasillo–: el pueblo siempre recoge las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio.

Publicado en Revista Zoom