1) Historia. La referencia de la afirmación de Rosas citada en el epígrafe es el derrocamiento del gobierno de Buenos Aires con el fusilamiento de su titular, el coronel Dorrego, por parte del general Lavalle, y la sórdida instigación que en ese golpe le cupo a un elenco de civiles (Salvador María del Carril, Julián Segundo de Agüero, Juan Cruz Varela, entre otros). Es el mismo Lavalle el que le muestra a Rosas las cartas que los nombrados le enviaron estimulándolo al fusilamiento: “General, prescindamos del corazón en este caso (…) una revolución es un juego de azar en el que se gana hasta la vida de los vencidos cuando se cree necesario disponer de ella…” (Del Carril). Varela concluye su incitación con una frase que después cobrará cierta fama: “General, cartas como éstas se rompen…”. Tal vez esta última recomendación sea un símbolo de la posición asumida por la “lista civil” en los golpes militares de la historia argentina: instigar a la espada, pero esconder la mano negando la complicidad. Algo que el general Paz ya había advertido con lucidez en sus Memorias escritas hacia 1830: “Ha sido muy frecuente en nuestro país emplear a los militares como mero instrumento, teniendo buen cuidado de hacer recaer sobre ellos todo lo odioso de las revoluciones y de las medidas violentas que ellas traen, reservándose, en cuanto pueden, los medios de romper cuando les plazca el instrumento del que se han servido”.

2) Complicidad civil. El escabroso camino que transitaron los juicios de lesa humanidad –desde la autoamnistía de los tribunales castrenses, las condenas a las planas mayores militares, las leyes de obediencia debida y punto final, el indulto y la reapertura de los procesos en 2003- tuvo como eje dilucidar la responsabilidad penal que en esos crímenes les cupo a las fuerzas armadas. Pasaron 32 años desde la recuperación democrática para que por primera vez fuera examinada la colaboración de un civil -fue el caso de Marcos Levin, dueño de la empresa de transporte La Veloz del Norte, condenado a 12 años de prisión por tomar parte en las torturas de un delegado sindical. No es que el tema se ignorase o jamás se hubiese planteado. Hay registro de la participación de empresarios en la represión a trabajadores en el informe Nunca Más, de la CONADEP, y ya en 1984 el subsecretario de derechos humanos Eduardo Rabossi le pedía al juez de San Nicolás que investigara la implicación de los directivos de la firma Dálmine-Siderca, del grupo Techint, en el secuestro y desaparición de obreros. Pero las resistencias y dilaciones para poner la mirada en las elites empresariales fueron y son enormes, porque eso apareja salirse de cierto consenso que limita la incriminación a los agentes de una dictadura que se acordó en llamar militar, a secas. Recordemos algunos de esos obstáculos: las faltas de mérito a Pedro Blaquier, del Ingenio Ledesma (Jujuy), y a Vicente Massot,  del diario La Nueva Provincia (Bahía Blanca), los sobreseimientos de Héctor Magnetto y Ernestina Herrera de Noble por la apropiación de Papel Prensa, las infinitas dilaciones en el juicio a los empresarios de las automotrices Ford y Mercedes Benz, las interminables excusaciones de magistrados correntinos para examinar la responsabilidad de los empresarios yerbateros de Las Marías.

Hacia 2015 la implicación civil fue puesta centralmente sobre la mesa; se creó una Comisión Bicameral para investigar tales responsabilidades, y se publicó un frondoso y detallado trabajo del Ministerio de Justicia de la Nación, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), que especificó -compañía por compañía- el grado de participación en las prácticas represivas: desde entregar información sobre organizaciones obreras de base, delegados gremiales y comisiones internas, brindar recursos logísticos y materiales a los militares, hasta la instalación de centros clandestinos de detención en las fábricas.

Estoy diciendo cosas que sabe medio mundo, para nada novedosas, pero que tal vez convenga repetir hoy día cuando cobran una dolorosa actualidad. La política represiva que llevó adelante la dictadura tuvo como objeto fundamental atacar el poder que la clase trabajadora había desarrollado, la fortaleza y alcance de una estructura sindical que le permitió a los asalariados –entre otras conquistas laborales- alcanzar una participación del 48 % del ingreso nacional en 1974. El proceso iniciado con el golpe de Estado de 1976 detuvo la industrialización por sustitución de importaciones, reformó la dinámica financiera que valorizó ese tipo de inversiones sobre las productivas, abrió las importaciones gracias a una modificación arancelaria y relanzó una brutal fuga de capitales con el consecuente endeudamiento externo. Como lógica derivación, cerraron 20 mil fábricas en esos años (la producción fabril cayó un 20 %), la ocupación se redujo un 34% y el índice de pobreza pasó de 5 puntos a más de 37. Es claro que esto afectó profundamente el poder estratégico de los grandes sindicatos (a muchos de ellos se les quitó la personería jurídica, otros tantos fueron  intervenidos por militares): al final de la dictadura la participación de los trabajadores en el ingreso nacional se redujo al 22 %, concentrándose la riqueza en un exiguo grupo de agentes económicos locales e internacionales.

Transferencia de ingresos -como se dice- en el marco del ideario liberal.

¡Vayan coincidencias con nuestro presente!

Fue para llevar adelante esta política económica –y no por falsas invocaciones al ser nacional y al saneamiento moral de la república- que se emprendió un terror militar que tuvo, entonces, como objetivo principal demoler la representación organizada de los trabajadores. Esta instigación cómplice de la “lista civil” se fue armando a mediados de 1975 con reuniones como las que el presidente del Consejo Empresario Argentino, José Alfredo Martínez de Hoz, tuvo con el jefe del Ejército, general Videla, o las que se realizaron en las oficinas de Jaime Perriaux -director de Citroën- ofreciendo apoyo empresarial para una intervención militar[1].

¿Qué ocurre si uno prescinde de esta trama político-económica para analizar la represión que adquirió características de genocidio?

3) El PRO y los derechos humanos. Mauricio Macri no dio curso hasta el momento a la política de impunidad a la que lo tensa un sector de su gobierno (expresado en el famoso editorial “No más venganza”, que el diario La Nación publicó en noviembre de 2015). No obstruyó los juicios, recibió a los organismos de Derechos Humanos y descubrió la existencia de la ESMA ante la encrucijada que lo colocó la llegada de dos presidentes extranjeros que anunciaron su interés en el tema, y periódicamente formula declaraciones formales de repudio a la violencia de los años 70 (“fue algo horrible” –se compungió), de tanta vaguedad y falta de compromiso que lo han hecho resbalar hasta el lapsus de confundir la Secretaría de Derechos Humanos con una de Recursos Humanos, nombrar “guerra sucia” al terrorismo de Estado, hablar del “curro de los Derechos Humanos”, intentar mover el feriado del 24 de marzo o mostrar indolencia sobre el número de desaparecidos, balbuceos que activaron la próvida tarea de rectificación de la agencia de Enmiendas Discursivas de Presidencia. Pero no puede caracterizarse a su gobierno (en Ciudad o Nación) como uno que reivindique abiertamente la represión en los términos cavernícolas que sí lo hicieron algunos de sus funcionarios (Abel Posee, Lopérfido, Gómez Centurión), civilizadamente reprendidos.

La senda macrista prefiere otra recorrido: no hay ningún problema en firmar –como lo hizo Federico Pinedo en 2015- una declaración en Diputados que colocó a los juicios de lesa humanidad como política de Estado, en organizar cada 24 de marzo en la capital la “Noche de la Memoria” o en que Avruj con cara afligida levante las banderas de Memoria, Verdad y Justicia y lamente la barbarie de los militares.  

         Distinta es su posición cuando se trata de la “lista civil”. Además de que jamás emitió opinión respecto de la complicidad empresarial ni nombró a la dictadura como cívico-militar, los hechos políticos (no las declamaciones) muestran su verdad: cuando en el Congreso se votó la ley para crear una comisión bicameral que identifique las complicidades civiles de la dictadura, los catorce diputados del PRO se abstuvieron. Ni bien asumió la administración Cambiemos desmanteló dos áreas creadas para investigar la participación empresarial: una en el Ministerio de Justicia que aportaba prueba y hacía de nexo en las investigaciones judiciales y otra en el Banco Central, donde Sturzenegger disolvió la Subgerencia de Promoción de Derechos Humanos, creada en el 2014 para documentar el rol del sistema financiero e investigar los delitos económicos cometidos en aquellos años. Es el mismo retiro, la misma pasividad que adoptó la Secretaría de Derechos Humanos en su rol querellante en el caso Saiegh, donde se encuentra involucrado el ex vicepresidente del Banco Central de la dictadura, Alejandro Reynal, o con los sobreseimientos de los directivos de los diarios Clarín -Ernestina de Noble y Héctor Magnetto- y La Nación  -Bartolomé Mitre-, en el expediente que investiga el traspaso de Papel Prensa en noviembre de 1976. Allí donde el rol querellante de la agencia estatal podría promover la acción penal, decidió retirarse o consentir los sobreseimientos.

         De modo que no es en las declamaciones formales sobre la represión militar donde se expresa la real posición del macrismo, sino en su silencio, su retiro, su desfinanciamiento para poner sobre la mesa las implicaciones empresariales de la dictadura. Allí se revela la continuidad de intereses y propósitos que lo une al mismo sector social y económico, a la misma “lista civil”, que promovió el golpe de 1976.

Cartas como estas no se rompen; las registra una memoria completa.

[1] Los sectores empresarios comprometidos con el golpe recibieron a cambio del apoyo distintas carteras en el nuevo gobierno: al Consejo Empresario Argentino se le entregó el Ministerio de Economía (Martínez de Hoz), a la Sociedad Rural, la Secretaría de Ganadería (Jorge Zorreguieta), a la Asociación de Bancos Privados, el Banco Central (Adolfo Diz), a la Cámara Argentina de Comercio, la Secretaría de Programación y Coordinación Económica (Guillermo Walter Klein). Podríamos tranquilamente denominarlo un gobierno de CEOS.