Alejandro está preso en una unidad penitencia federal de la localidad bonaerense de Ezeiza por haber sido encontrado en las calles del barrio en el que vive, Ciudad Oculta, con tres gramos de cocaína y nueve de marihuana. Una locura. Con el agravante de que un rato después de haber sido detenido se ordenó el allanamiento de su domicilio, sin encontrar ni un elemento relacionado con la causa. Cualquier otro ciudadano ahora estaría en su casa porque se trata de un problema de consumo personal y no de narcotráfico. La detención del Pitu hay que vincularla con la campaña de criminalización y persecución de dirigentes y militantes kirchneristas que está impulsando el gobierno de Mauricio Macri en sociedad con un sector del poder judicial y las grandes empresas de medios de comunicación. Salvatierra está preso por su condición de dirigente villero y peronista. Lo sabe muy bien el juez federal a cargo de la causa, Claudio Bonadío.

Pero no es la primera vez que Alejandro estuvo preso. Se va a reponer, como tantas otras veces, acostumbrado a la exclusión y el olvido a las que son arrojados hombres y mujeres de su condición social cuando el país está en manos de alianzas como la de Cambiemos. Alejandro alguna vez dijo que a sus treinta años sentía que ya había vivido cien. Veamos. Para repasar algunos aspectos de su vida, hay que situarse en la toma de tierras del Parque Indoamericano, en la zona sur de la CABA, a finales de 2010.

Durante las primeras horas de la tarde del 7 de diciembre, Alejandro caminaba en círculos cerca de uno de los ingresos del parque, en Villa Soldati. Militaba en una agrupación kirchnerista y tenía la responsabilidad de evitar que alguien ingrese a unos terrenos de las Madres de Plaza de Mayo. El día anterior cientos de vecinos que vivían hacinadas en distintas villas de la comuna 8 habían copado un sector de las tierras del predio de ciento treinta hectáreas abandonadas. La justicia había ordenado el desalojo y los federales y metropolitanos habían reprimido y asesinado a dos personas. Ahora, mientras transcurría la tarde, un par de móviles de televisión transmitían en vivo y en el espeso aire de diciembre todavía se respiraba el ardor de los gases lacrimógenos. Alejandro sintió un nudo en el estómago cuando identificó a una de sus hermanas entre los vecinos que ingresaban al predio con unas pocas pertenencias al hombro. Esto es grave, pensó. No era una toma cualquiera.

Cuando ya había caído la noche, los ocupantes ya no eran cientos sino miles. La decisión del gobierno porteño de reprimir, en lugar de gestionar el conflicto, había empeorado de modo notorio la situación. Se habían producido nuevos choques con la policía y entre los pastizales y escombros del predio ya circulaban varios referentes de organizaciones sociales. Del otro lado de las rejas un grupo de vecinos de unos monobloques se estaban organizando para echar a los “Okupas”, como los habían denominado los medios de comunicación masiva que ahora sí transmitían en cadena nacional desde la olvidada zona sur de la ciudad.

El Pitu conocía muy bien la emergencia habitacional que sufrían los vecinos de las enormes villas 15 y 20, como en los  asentamientos Pirelli, Inta, Bermejo, Obrero y Escapino, o los barrios Piletones, Calacita, Fámita y Carrillo. También recordó que el aquel entonces jefe de Gabinete del gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, unos días antes había dicho en el diario Perfil que el gobierno tenía pensado escriturar propiedades en la villa 20, situada a pocos metros del parque. Miles de inquilinos entraron en pánico.

Fue así que durante las primeras horas del 8 de diciembre Alejandro se metió en el Indoamericano.  Saldría una semana después, luego de haber vivido una experiencia personal y colectiva que lo transformaría para siempre. A pesar de haber perdido peso y estar demolido por el sueño, el frío, la lluvia y la falta de higiene, el hincha de Chicago y fanático de Los Redondos que vestía camisetas de la Selección Nacional, sentía una fortaleza que lo sostenía a un par de centímetros del suelo, como si gravitase, ya que luego de haber quedado en el centro de la escena política nacional, su vida ahora tenía un destino claro: hacer política para transformar la realidad en beneficio de sus pares, los villeros. Se trató de una impactante revelación. Tenía treinta años y acababa de parirse a sí mismo como dirigente.

Vivir cien años

Alejandro nació en 1980 en el hospital Salaberry, el mismo en el que seis años antes  había muerto el Padre Carlos Mugica, ícono de la lucha villera luego que una ráfaga de ametralladora de la Triple A lo asesinara tras haber dado una misa. El Pitu no vestiría sotana pero sí predicaría con gorra y ropa deportiva los beneficios de organizarse entre los vecinos. No pertenecía a una clase social acomodada, ni formaría parte del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, pero sí lucharía contra la desigualdad y por la justicia social desde distintas agrupaciones kirchneristas. No dedicaría cientos de horas a nutrirse de conocimientos bíblicos, pero sí terminaría el secundario en un penal de la provincia de Buenos Aires. No practicaría el celibato sino que elegiría a una compañera para toda su vida, con la que tendría tres hijos. No vivió los años de la violencia y represión por parte del Estado pero sí sufrió la violencia del neoliberalismo, por medio del hambre y la exclusión. Cometió delitos y pagó con una pena de siete años en las sombras. A lo largo de casi toda su vida tendría problemas con el consumo de drogas.

El Pitu creció en un humilde complejo habitacional del barrio de Mataderos, bautizado “Justo Suárez” por un boxeador de comienzos del siglo pasado que había crecido en la zona. El departamento era de su abuelo paterno, un trabajador del teatro Colón que ponía en un tocadiscos la marcha peronista de Hugo del Carill cada vez que algún familiar cumplía años. Grandes y chicos, de ambos lados de la familia, vivían allí amontonados y las disputas entre unos y otros se profundizaron durante la híperinflación alfoncinista. El desbande final llegó un par de años después, cuando la madre de Ale fue expulsada del departamento por la otra parte de la familia. Su marido estaba preso y tenía cuatro hijos. Alejandro era el mayor, con trece años. Desesperada, terminó en el fondo de una casilla de la Ciudad Oculta, a pocos metros del emblemático Elefante Blanco.

A partir de allí, Alejandro viviría junto a su familia, a lo largo casi una década, signado por la urgencia, el sufrimiento y la exclusión, al igual que los tantos millones de argentinos que estaban siendo arrojados al olvido como consecuencia de la las medidas económicas neoliberales que tomaron los gobiernos de Carlos Menem y Fernando De La Rúa. En la villa, y siendo todavía un adolescente, se hizo cargo junto a su madre de la gestión de un comedor al que iban a alimentarse a diario decenas de familias. Era un adolescente con responsabilidades de adulto, lleno de miedos. Le costó adaptarse a la cultura del aguante de los pasillos de la villa. Cobró unas cuantas veces pero nunca se achicó porque sabía que ahí sí perdía. Se hizo muy amigo de una pibita cuyos abuelos habían sido de los primeros en arraigarse en la villa, durante el segundo gobierno de Perón. Ale y su novia serían padres a los dieciséis años, la misma edad que tenían sus propios padres al parirlos a ellos. Poco tiempo después Alejandro comenzó a perderse en el consumo de drogas y el delito. No pudo ni quiso decir que no. La escalada sería vertiginosa. Sus días y sus noches se fusionaban en una única y pastosa película filmada con un falso brillo dorado de las páginas más obscenas de la década del noventa, en el que él era el protagonista indiscutido por temperamento, inteligencia y valentía. También por su capacidad para tolerar el sufrimiento. En los albores de la década del 2000, el padre de Alejandro perdió la vida en un asalto. Él cayó preso el 18 de diciembre de 2001, solo unas horas antes que el país sucumbiese en una de las crisis más dolorosas de su historia.

El Pitu pagó hasta el último día de su condena por haber cometido delitos contra la propiedad privada. Siete años preso en un penal bonaerense. Fue allí que volvió a mostrar una capacidad de adaptación asombrosa. También fue allí adentro que terminó sus estudios secundarios y tuvo la oportunidad de formarse políticamente de la mano un profesor de Historia y otro de Cívica que lo apadrinaron ni bien le pescaron sus condiciones y sensibilidad. Mientras, los beneficios del modelo de desarrollo económico e inclusión social del kirchnerismo se filtraban por las rejas del pabellón. Su mamá, Rosa, ahor que por fin estaba cobrando una pensión estatal por ser la madre de siete hijos, en una visita le regaló una preciosa chomba Lacoste.

Cuando el Pitu recuperó la libertad, en 2008, la realidad también había sacudido a la villa. Las Madres de Plaza de Mayo estaban construyendo viviendas en el barrio y los obreros eran los propios vecinos. La inyección económica y anímica era notoria. Fue con ellas que consiguió el primer trabajo registrado de su vida, como sereno en el Elefante Blanco. Fue a partir de aquellos días que comenzó a trabajar en el futuro de su familia y en la organización de los más humildes de su barrio, por medio de la participación en distintas agrupaciones barriales.

Luego de la exposición mediática que sufrió en la toma del Indomaricano, su figura ganaría espesor en el campo nacional y popular. Muchos pidieron su teléfono. Él tenía otros tantos. Sus compañeros de militancia lo saludaban con admiración en las movilizaciones con las que el kirchnerismo ganaba el espacio público de modo incesante. En el 2013 se hizo cargo de la conducción del Frente de Villas de las organizaciones kirchneristas Unidos y Organizados y poco tiempo después la legisladora Paula Pennaca lo nombró jefe de asesores de su despacho.

El Pitu es un sobreviviente de la larga noche neoliberal de los años noventa y la crisis del 2001. Cuántos otros quedaron en el camino, abatidos por el las balas de la policía, el consumo de drogas, el HIV y otras consecuencias de las políticas de ajuste y exclusión. Fue uno de los tantos que encontró una salida gracias al proyecto político popular que aparte de reconstruir el país, incluyó a las mayorías y los convirtió en sujetos de derecho. Se redimió por medio de la práctica política a favor de los humildes. Eso es lo que no le perdonan los mismos que desde la Rosada nos dicen que la fiesta kirchnerista debía terminar, que era una ficción que teníamos derecho a comprar celulares o viajar en avión, y que ahora en casa nos tenemos que abrigar con un sueter sino podemos pagar las tarifas de la energía eléctrica o el gas. Pero al Pitu no lo van a doblegar, con las tantas dificultades que se comió crudas en sus cien años.