El Lollapalooza llegó a la Argentina para quedarse. Esto parece una evidencia luego del éxito de la cuarta edición local del Festival que tuvo lugar el último fin de semana en el Hipódromo  de San Isidro  y conjugó en dos días shows musicales de más de 50 artistas nacionales e internacionales, así como una gran variedad de puestos de gastronomía, y espacios dedicados a la promoción de hábitos sustentable. Según la página oficial más de 200 mil personas  asistieron a pesar del alto costo de las entradas. A diferencia de los festivales de música tradicionales,  donde el centro de atención esta puesto en el line up, el valor del Lollapalooza y lo que lo distingue es la experiencia, el haber estado ahí, el “ser parte”. Lejos de renegar sobre los vestigios de la posmodernidad, la cultura líquida y la frivolidad de la imagen, me parece interesante analizar el anclaje de esta nueva configuración cultural que ha teñido gran parte de la matriz social juvenil.

La cultura no es estática. En las últimas décadas su papel fue creciendo, tanto para quienes la consideran un recurso, como para quienes piensan que se trata de un instrumento vital de mejoramiento sociopolítico y económico de la ciudadanía. Lo que para los treintañeros como yo era un festival de Rock hoy es otra cosa. Espacios como el Lollapalooza son parte de una tendencia global, es decir la huella de un momento histórico que condensa cierto tipo de fenómenos ligados a los consumos culturales, la relación con el espacio público, las formas de producir y consumir, el uso de los cuerpos, la configuración de identidades, el peso de lo colectivo, la alimentación, las tecnologías, los imaginarios y usos.

Zygmunt Bauman, sin filtro alguno, dice que en la actualidad vivimos  sobre una “arena donde se libra una constante batalla a muerte contra todo tipo de paradigma”, donde se quiebra cualquier iniciativa por construir una regla o norma clara. Justamente por eso la cultura juvenil ha perdido el lugar privilegiado de la transgresión para optar por propuestas ligadas a la estimulación del desarrollo ilimitado del yo, del cuerpo, y de la subjetividad, como si eso fuera posible y dependiera exclusivamente de la voluntad y méritos personales. No es casual la proliferación de redes sociales que hacen culto a las personalidades, así como aplicaciones de celular exclusivamente utilizadas para crear un tipo de proyección de la realidad ligada al mundo de lo publicitario.

Al mismo tiempo gracias al avance de las tecnologías que ponen a disponibilidad de una gran cantidad de personas los productos culturales el paradigma de la distinción de Bourdieu, el que alineaba los consumos con las clases sociales, ha empezado a modificarse. Hoy en día todos pueden escuchar las mismas bandas o transitar los mismos espacios virtuales sin importar el origen social, incluso productos como la cumbia, que estaban reservados para las cultura de masas, y en la actualidad han adquirido un nicho importante en los sectores medios y altos.

Pero lo que sí persiste y parece imposible de quebrar es la cuestión del acceso. Jeremy Rifkin explica que "el acceso se ha convertido en la etiqueta o símbolo general para la realización y el avance personal, de forma tan poderosa como la idea de democracia fue para generaciones previas”. La distinción que antes era pautada por los consumos culturales, se ha trasladado al régimen de acceso. De aquí es que surge la idea de vender un festival no por la música, sino por lo intransferible del haber estado ahí. Claramente esto complejiza las cosas y ya no alcanzan los soportes sólidos. La consecuencia es el advenimiento de un paradigma desmaterializado ligado a la idea de la experiencia donde el cuerpo es parte de la escena.

La experiencia Lollapalooza, un vínculo de continuidad entre cuerpo y espacio

Ya de movida la página oficial del Lollapalooza tiene huellas de significación, producto de un brutal aparato de marketing. El lenguaje, el uso constante de palabras en inglés, la codificación simbólica de cada elemento, los emoticones y el vínculo permanente con las redes sociales nos hablan de un patrimonio inmaterial que pisa fuerte. Otra impronta a la vista es la presencia de sellos corporativos y Organismos no gubernamentales, física y simbólicamente, en todos los espacios, materiales de difusión y proyecciones. Justamente otra marca de época son la novedosas formas publicitarias corporativas, teniendo en cuenta que ya no se trata de promocionar eventos sino de producirlos. Esto afecta de forma directa la gestión ya que las empresas tienen un control cada vez mayor de los contenidos y asocian las marcas a experiencias culturales.

Un punto que no es nada menor es el ingreso. Las entradas en papel, los cartones eso que coleccionábamos de pibes, han quedado completamente obsoletos. Para acceder al Lollapalooza te dan una pulsera con un código que debe ser leído por  las máquina especiales ubicadas en cada una de las entradas. No solo eso, sino que para la edición 2017 además se utilizó el sistema de la pulsera para "facilitar” el consumo de alimentos. La pulsera, muy canchera por cierto, funcionaba como una sube: uno le ponía crédito en las estaciones de carga y luego podía acudir a la amplia propuesta del “Lollapalooza Food Town” . Era el único medio de pago habilitado para poder comprar comida y merchandising. Lo que a los mayores podría resultarles una burocracia, a los nuevos jóvenes insertos en el mundo de la aparatología se les presentaba como una segunda naturaleza, como un lenguaje propio.

En el “Campamento de Food trucks”, donde se concentraban las propuestas gastronómicas, asistimos a la culturización al extremo de la comida. Si bien estaban los clásicos tentempiés de los grandes eventos populares (hamburguesa, pancho, choripan, pizza), se trataba de versiones elaboradas por reconocidos chefs y restaurantes de renombre argentinos como Donato de Santis, Los Petersen, Santiago Giorgini, Guapaletas, Rex, Marlon, Nómade, Crepas y Green Factor entre otros. En un doble juego se genera un efecto que apunta a la masividad y a lo popular, y al mismo tiempo se reactivan los principios de la distinción. Aquí aparece nuevamente la visión del mercado apelando a la subjetividad para instalar el impulso y la aspiración a la “buena vida”.

En el Loolla no te comes un sandwich, "vivis la experiencia gastronómica” donde comer no significa solamente incorporar una sustancia nutritiva, sino además sustancias imaginarias, ilusiones y significaciones. Claro esta que para ello se construye una variada rama de etiquetas y nombres que agregan valor a los productos. Para los amantes del Choripan no ofrecían su clásica presentación, sino opciones más complejas dignas de un sketch de Peter Capusotto: con rúcula, verdeo, ajo, tomates asado, huevos revueltos y guacamole. Lo mismo para las "burguers" y los “hot dogs”, que venían combinados con hongos, humita, cebollas al malbec, barbacoa de frutos rojos, wasabi, provoleta, brotes de soja al curry, chili tejano, cebolla morada o frijoles. Dignos de un sketch de Capusotto.

Pasemos a la cultura en sentido estricto, y digo estricto porque todo lo antes dicho es parte de la configuración cultural. Probablemente la mayoría de quienes pagaron sus entradas no fueron a buscar el show de una banda en particular o simplemente escuchar música en vivo (y digo probablemente porque también acudimos los old school fanáticos de Rancid, Metallica, Duran Duran, Leon Gieco o The Strokes). El núcleo de la experiencia se presenta en la posibilidad que cada uno pueda conjugar en un mismo espacio y sin contradicciones la música, las relaciones personales, los cuerpos, el disfrute del ocio, el tiempo libre. Aquí entra de lleno lo performativo y el anclaje biográfico, pues se incentiva a que cada uno viva a su manera los mismos acontecimientos, efectúe una reconstitución y relectura de sí mismo en aquel momento y espacio.

"Espacio Verde”, “Rock & recicle”, “Kidzapalooza”, y un stand del Municipio de San Isidro para cargar la batería de los celulares, eran algunas de las propuestas con alto contenido estético y un mobiliario de diseño cool pensados para los participantes. Los contenidos están fuertemente ligados a la reproducción de hábitos saludables, tanto alimenticios como sociales, y la difusión de un estilo de vida más sustentable, discursos  dirigidos al sujeto que diariamente encontramos en los medios masivos de comunicación. Claro que los mensajes son fuertemente codificados por ONG’s que ponen a disposición los recursos y la información, y aparecen en cada pieza del festival. Aquí es donde se  genera un fuerte quiebre de lo cultural que ya no funciona como elemento multiplicador, sino homogeneizador de formas de entender el mundo y reproductor de un sentido común.

Los ingresos se llenaban desde muy temprano con grupos de jóvenes, familias enteras, y parejas que se disponían a pasar el día en el Festival. Y en este punto no puedo evitar hacer una salvedad y remarcar que se veía a simple vista una fuerte impronta de clase.  Los cuerpos hablan y mucho. En su mayoría se trataba de jóvenes de entre 15 y 30 años, pertenecientes a franjas medias y altas, con dispositivos tecnológicos de ultima generación, buen manejo del ingles, aspectos fuertemente producidos, y en permanente juego con las redes sociales. No es casual teniendo en cuenta el valor de las entradas y el nicho al que apunta el festival, que necesita del protagonismo de los consumidores y la retroalimentación de las "audiencias interactivas".

La cuestión de “habitar” el espacio es clave para comprender el fenómeno de este tipo de festivales. No casualmente en varios rincones del predio se distribuían zonas de relax que contenían decenas de puff y confortables asientos, a modo de grandes salas  de estar colectivas. A plena luz del día incluso los asentamientos espontáneos se multiplicaban por cientos y en todo el parque. En este marco es que todos los spots oficiales que se transmitían en las pantallas gigantes apuntaban a facilitar la estancia, relajarse, mantener una buena convivencia y cuidar el espacio.

Los más jóvenes son quienes se apropiaron con más facilidad de las propuestas y los espacios. La elección de outfits especiales para la ocasión, los brillos y peinados extravagantes, los bailes sin ataduras, el correteo en grupos multitudinarios de un escenario al otro para llegar a ver los shows, y los picnics grupales, son algunas de las fotos más repetidas. Hoy en día la forma de apropiación genera modificaciones en los productos y las industrias culturales. Los organizadores estuvieron muy pendientes  de esto y para ello pusieron en juego toda la coctelería transmedia segmentada para todo tipo de soportes y dispositivos comunicacionales. Se trata de la construcción colectiva de un fenómeno social, narrativo, y comercial que tiene un anclaje primario en forma material pero se expande a otros recursos, medios y plataformas.  El componente clave sin lugar a dudas es la actividad que cada sujeto pueda producir, los relatos y reseñas que pueda crear desde su lugar, para dar mayor densidad al universo narrativo del Lollapalooza.

Lo que se ha perdido definitivamente en este tipo de eventos es el típico binomio público y artista, y la música pasa a ser es una excelente excusa para participar y ser protagonista de una experiencia cultural multidimensional. Más que público los presentes devienen escritores, productores de contenido, consumidores y narradores, a través de sus videos y fotos en Instagram, sus imágenes y comentarios en Facebook, o las repercusiones del Hashtag en Twitter. La promesa es la apertura indefinida de relatos, performances, ritmos e intensidades, y la consigna es que cada uno puede ser el protagonista de su propio festival.