Cuando una palabra suscita tanta aversión en cierto sector social, cuanto la antipatía que genera les da arcadas, uno puede pensar que está ante algo serio. Esa palabra ha logrado tocar alguna verdad. Esa antipática irritación se desencadena toda vez que se hace mención a una política, a una cultura o a un pensamiento nacional.

Son fáciles, casi automáticas, las correspondencias que sin pensar demasiado se lanzan ante esa palabra tremenda, con el fascismo o el nazismo. Si es apenas tolerado ese nacionalismo cuando se expresa en las emociones que genera la Selección argentina, rápidamente se intenta controlarlo, ceñirlo al campo de juego sin que trascienda jamás los límites territoriales y temporales del partido de fútbol. Esa aversión señala que estamos ante algo peligroso. Si en un partido del equipo nacional, se muestra en la cancha –y en el mundo- una bandera con la inscripción “Patria o buitres” –y eso genera una inmediata identificación y simpatía popular-, ahí la cosa pasa de castaño oscuro. (Las últimas encuestas revelan un aumento del 10 % en la valoración de Cristina Fernández y de su gobierno, en respaldo a la actitud frente a los fondos buitre –cf. Infobae, edición del 6/7/14). La Patria sale así de los manuales de escuela, de los bronces de algún busto y de las menciones eruditas a un pasado remoto y ajeno, y se articula a algo presente, palpable y vivo en el sentimiento de carne y hueso. Si el himno nacional se entona con vehemencia, se corea en la cancha con una emoción tan distinta de aquel susurro circunspecto y tedioso con el que lo cantábamos hace unas décadas, inmediatamente suenan todas las alarmas. ¿Estaremos volviéndonos fascistas?

Qué preocupante parece el panorama cuando la cuestión nacional sale afuera de los cuarteles, de las conferencias episcopales y de las canchas de fútbol, y se enlaza a acciones y pasiones de la gente de a pie; cuando lo nacional amenaza con extraer las enseñanzas de la historia y deviene conclusión política en personas del común; cuando se grita y se defiende una camiseta, pero al mismo tiempo se advierte que ella es un símbolo mayor, que trasciende el partido de esa tarde. Ahí suenan todas las alarmas, aparecen los doctores y diagnostican enfermedad.

Un médico a la derecha

En nuestro país existe una larga tradición liberal –que tal vez se inicie con José María Ramos Mejía en el siglo XIX- que ha leído los procesos políticos que contrarían dicha perspectiva, en términos de patología. Esa orientación no fue un invento de estas pampas, sino que se importó -¿cómo podía ser de otra manera?- de Francia; ha de ser quizá una variación de “civilización o barbarie”, tema central que fundó esa tradición. Es en esa corriente que leemos en el diario La Nación al historiador Luis Alberto Romero, quien cada tanto escribe el mismo artículo sobre el “nacionalismo patológico”, le cambia el título, le aggiorna dos o tres cosas sobre la actualidad y lo manda nomás, desparramando diagnósticos, paranoias y traumatismos sobre la argentinidad. (En una versión de hace un par de años llegó a promover incluso –fíjense su sensibilidad extrema contra la palabra nacionalismo- el reemplazo por otro término: “La misma palabra, de origen noble, me parece ya irrecuperable” –rezongaba- “necesitamos una palabra más adecuada…” –cf. El nacionalismo patológico, diario La Nación, 7/3/12). Tomemos su última versión, de hace unos quince días, titulada “La patria, los buitres y el enano nacionalista” para detenernos en dos de sus planteos, replicados ampliamente por la prensa liberal. “Nuestro nacionalismo patológico se ha caracterizado por combinar la soberbia y la paranoia: los argentinos podríamos ser los mejores del mundo, pero lo impiden nuestros enemigos, de afuera y de adentro”. El profesor enuncia desde la perspectiva de un médico ante un hecho mórbido; planteado así, el drama nacional sería un error pasional de apreciación, un desequilibrio psicológico. Una perturbación argentina, naturalmente. “La soberbia”, continúa el profesor, “deriva de un razonable orgullo inicial, acuñado en tiempos mejores para el país, cuando la economía crecía y competía con las más dinámicas del mundo, las instituciones estaban sólidamente arraigadas, la sociedad lucía expansiva, móvil y democrática y un Estado potente y experto podía decidir qué rumbo quería tomar”. ¿Será por candidez que el profesor sueña una inverosímil edad de oro o por pudor que no menciona al general Roca? Pero privémonos de las armas que criticamos y digamos que no hay candidez ni pudor, sino clara defensa de intereses. Y en esa defensa es indispensable –primera idea- dejar bien en claro que no existe motivo alguno para un orgullo nacional que nos permita hacer pie y construir así soluciones propias. Cualquier manifestación que ponga en juego la defensa de la soberanía –sea la firme negociación de la deuda externa, la afirmación diplomática de nuestros derechos sobre las islas Malvinas o el impedir la injerencia de organismos internacionales en el diseño de la economía del país-, van a ser categorizadas como soberbia, patológica arrogancia. Se deja ver en ese planteo -que reacciona con tanta indignación cuando el Estado argentino logra sostener una posición autónoma-, que el lugar deseado para el país no es otro que el de la subordinación. Si cuando entablamos relaciones en pie de igualdad o podemos reconocer nuestros logros, cae fulminante la crítica de soberbios, se intuye, entonces, que la posición vital que naturalmente nos corresponde sería la de una humildad que resbala hacia la autodenigración. La crítica por soberbios y arrogantes, entonces, encubre el deseo de este destino nacional: que participemos de los asuntos mundiales en calidad de actores menores, mirando a los países centrales (en otro momento llamados “civilizados”) con una fascinación que apenas disimula nuestra indigencia. Dóciles, regalemos ositos de Winnie Pooh y aceptemos sin chistar los fallos de los jueces serios. Alguien con menos pretensiones profesorales machaca en la radio o en la tele todas las veces que puede: somos un país de mierda. Pero entre la posición de Romero y la de este periodista no hay más que una diferencia de grado. Esa apreciación de nuestro lugar en el mundo es plenamente complementaria de la función que la Argentina ha tenido históricamente en la división internacional del trabajo: seamos un granero exportador, no seamos soberbios, no aspiremos a más. Seamos  “el rico almacén en que todas las naciones industriales vendrán a proveerse de cuantas materias primas necesiten sus fábricas” –como pregonaba Sarmiento en 1841-; seamos “el granero y la inmensa estancia donde el mundo se provea de cereales y frutos” –como decía Joaquín V. González en 1910-. Para ese lugar en el mundo, necesitamos una concepción de nuestra identidad nacional coherente con esa subordinación.

La paranoia del profesor

La segunda idea atañe a la vaga noción de paranoia. La vulgarización del concepto que Romero promueve intenta describir a aquel que padece una construcción delirante que lo hace ver enemigos inexistentes, irreales. “Alguien -nunca nosotros- debía ser el responsable de que nuestro destino de grandeza no se concretara. Sospechamos de los países vecinos, que querían quedarse con parte de lo nuestro (…) Culpamos a Inglaterra, que, según descubrimos en 1930, siempre nos había explotado. Posteriormente cambiaron las ideas y, con ellas, los culpables: el imperialismo, el comunismo, el Fondo Monetario, la subversión, los grandes poderes mundiales y sus socios y agentes locales. Pero siempre hubo un responsable para concentrar la furia: una jefa de gobierno británica, tan nacionalista como los nuestros o un juez norteamericano que se tomó en serio su tarea...”. Asistimos a un curioso argumento que otorga responsabilidades, de un modo consecuente con la subestimación antes descripta. Somos un país de mierda; es claro que todo es culpa nuestra. De modo que lo que aparenta promover una asunción de compromisos (“¡Hagámonos cargo, señores!”), se encuentra pervertido por la absolución completa de la participación real que los otros actores (Imperio Británico o FMI.) tienen o han tenido en nuestra historia. Si todo es paranoia, entonces no ha existido un pacto Roca-Runciman que devastó los intereses nacionales, ni jamás una política económica diagramada por el Fondo Monetario Internacional desencadenó el ajuste y la exclusión de millones de argentinos. Todo es obra de nuestra paranoia, de nuestro “malsano nacionalismo” –dice el profesor- que nos hace ver enemigos inexistentes. En estos días el economista Miguel Broda lo proclama jadeante: “¡¡¡Los buitres no tienen nada que ver…!!!”. Aquí tenemos la consecuencia buscada: aparentando una búsqueda de propias responsabilidades, se llega a negar las relaciones de dominación. Si se mira bien, es el sueño más preciado de todo ejercicio de poder: que se ignoren las formas en que ese dominio teje sus relaciones de sujeción. Tomemos, para terminar, una metáfora médica de esas que tanto aprecia el liberalismo. Impugnar la aparición de la cuestión nacional –las apasionadas razones para una afirmación patriótica- es atacar las defensas inmunológicas de un país, prescindir del único palo de piedra que puede trabar la devoradora boca del poder financiero transnacional, evitando que se cierre sobre nosotros.