La imagen grotesca de José López intentando esconder casi 9 millones de dólares en un Monasterio sacude a la militancia de base. Enfrenta de manera cruda y descarnada a esos pibes que se sumaron a la política en los últimos años a los peores vicios del sistema.  Los asoma al abismo de la antipolítica.

La imagen repugnante que agigantan las pantallas atentan de lleno contra la política. Y, claro, también atentan contra el proyecto político que gobernó 12 años la Argentina y que sueña aun con volver. También derrumba las posibilidades, por ahora, de poner en discusión los asuntos que aquejan al país, la política de exclusión premeditada y el ajuste salvaje.

Los bolsos llenos de billetes destrozan las posibilidades de que el kirchnerismo duro y puro pueda, por ahora, ser el articulador que necesita el peronismo para lograr el retorno al poder.

A la imagen de un ex funcionario escondiendo billetes en un monasterio no hay que contraponerle. Allí no cuajan ni los Panamá Papers ni las cuentas en las Bahamas ni los ahorros en el exterior.  Por eso en Balcarce 50 la noticia se festejó como un gol en tiempo de descuento.

Nada importa ya. No hay distinción entre lo accesorio y lo principal, lo urgente y lo importante, ni entre las formas y el fondo porque la imagen se lo devora todo. 

Ya no habrá lugar, por un tiempo, para discutir proyectos. Para debatir sobre inclusión y exclusión, modelos de producción, incentivo al consumo interno, retenciones, impuesto a las ganancias, despidos, recesión, apertura a las exportaciones y la salud de las economías regionales porque la corrupción ha ganado el centro de la escena.

Así el discurso de la antipolítica se multiplica a través de comunicadores superficiales que sin capacidad de análisis y sin más sustento formativo que unos cuantos libros de autoayuda atizan el odio contra la política. Frases burdas y estúpidas como “con esa plata se podría haber evitado la tragedia de once” o “las Escuelas, Hospitales y kilómetros de ruta que se podrías haber financiado con ese dinero” se repiten hasta el cansancio en noticieros baratos y programas de chimentos devenidos en una suerte de kermese política.

Al mismo tiempo que la cúpula macrista se agita por mostrar decencia manda a sus diputados a votar un blanqueo de capitales. Los defensores de la transparencia mandan al Congreso leyes reñidas con la ética y acumulan cuentas en el exterior que, con fondos de procedencia incierta, los hicieron protagonistas de los Panamá Papers. En la desquiciada política Argentina y ante una sociedad de memoria frágil y selectiva todo puedo suceder.

No hay memoria de que algún caso de corrupción le aseste un revés definitivo a un sector de la política. La condena social dura mientras el bolsillo no aprieta. Fe de esto puede dar Carlos Menem que en 2003 ganó la primera vuelta electoral y hoy sigue ocupando una banca en el Senado de la Nación.  El kirchnerismo deberá mensurar cual es el daño real cuando pase el temblor.

La corrupción es una preocupación que la Argentina se permite de vez en cuando. Siempre sobreactuada. Porque los Panamá Papers, más allá de los nombres propios, vinieron a dejar en claro que la corrupción en un mal endémico del mundo. Que está lejos de ser un invento argentino.

También sirvieron para dejar en claro que, por lo menos en Argentina, los corruptos no son todos iguales ni merecen la misma condena social.  Si sos rubio, de ojos claros, abogas por los intereses de las grandes corporaciones y sos benefactor de los medios hegemónicos tu condena será leve. Ahora, si sos peronista la condena será lapidaria.

La sociedad argentina tiene memoria frágil y tantas varas como hechos haya que medir. Por eso aquí no hay nada definitivo. Esa sensación de derrumbe que hoy acorrala al kirchnerismo podrá desaparecer en un tiempo. Esa sensación de victoria que hoy parece abrazar al PRO puede esfumarse  en algunas semanas. Por eso certificar la defunción del kirchnerismo hoy sería apresurado, tanto como asegurar que los daños no son tantos. Como siempre la respuesta la tendrá el tiempo.