¿Cómo será andar solito allá en la muerte? No canto –no hay ánimo-, pienso ya de regreso con sensaciones de mierda.

Tristeza.

A qué cielo van los aplastados, los muertos de miedo por el cagazo. Y qué hacemos ahora con este reflejo de escaparle al vértigo de nuestros alborotados y multitudinarios placeres que hasta antes de esta última vez nos parecían encantadores.

Subidos a una manija bárbara.
Chasqueando la lengua ¡exultantes!
Fumando los árboles del paraíso que nos hacían jugar con vos.
Tomándonos las líneas de los cordones de la vereda.
Bebiendo el agua podrida -gateando alcoholes- como quien peregrina de rodillas, ciego.

Ya ahora pálidos por las noticias que nos enlutan, nos queda abrazarnos al ángel de la soledad que nos salvó esta otra vez y devolvió al calor del hogar, de la compañera y de los hijos.

Lágrimas, al escribir la palabra hijos, al recibir ese mensaje, y el otro, y tanta muestra de preocupación por la vida de uno, los otros de esos unos: todos los que llegamos sanos a casa, la mirada extraviada, la tristeza atascada.

Los hijos preguntan cómo estuvo el recital papi. Muy bueno dije, por decir, y me mordí los labios. 

Qué dirán los hijos que se cayeron de los brazos de las madres que se treparon a los techos porque no llegaba la aurora, llegaba la masa que intentaba salir e iba a aplastarlas.

Calles cerradas detrás de una tapia que promete ser la salida, y no. Carteles que nos guiaban mal, nadie que diga por dónde ¡Dónde!

¿Dónde están los pibes de chaleco naranja que antes tapizaban los shows indicándonos a los gritos las puertas del nuevo cielo?

¿Por qué al salir no se abrieron las tapias que vallaban las calles, como en Gualeguaychú o Tandil? 

¿Zona liberada? ¿Encerrona mortal? Si nos habían avisado por altavoces que “salgan tranquilos, están todas las puertas abiertas”.

¡Qué puertas la puta que te re mil parió! ¡Me asfixio Dios!¡Pienso en mi cara…!

Esa no la cantó, yo tampoco ahora. No hay ánimo.

Ropa sucia afuera, Esa estrella era mi lujo, Todo preso es político, esas sí.

Fueron regios salvavidas donde pasamos la noche peor, ahogándonos en nuestro propio mar de gente. Así nos ven de lejos -dicen-, de arriba, de allá. Y acá, apenas empezamos a saltar las canciones por las que esperamos tanto tiempo y hacemos esfuerzos descomunales por reencontrarnos con ellas para escucharlas en vivo, se prendieron las luces. Todas.

Miramos confundidos sin ver alrededor, el amor y el temor que está a nuestro costado. Se demora el siguiente tema, se apaga el infierno de las pantallas. Se escucha la voz, su voz, que pide a ronquidos por civil defensa para sacar…

¡Sa-car! ¡¡¡Sacar!!!

¿De dónde sacar Indio? ¿Dos personas de debajo de doscientos, trescientos, miles? ¿Cómo? ¿Qué abramos paso hacia dónde? ¿Hacia atrás, a los costados, a dónde? Carlos no frena su show por un pogo accidentado, no calla su orquesta ensayada para arrasar por un par de empujones. Solari ya vio lo peor, por eso se le va la voz y pide con clemencia.

Son minutos de silencio de viento, su susurro es la desolación misma.

Mientras bailamos tangos fatales, cantamos en el tema que nos sacó de esa primera interrupción que signó la noche. Fatal. Letal. Y ya no nos va a levantar nada, ni arriba ni abajo del escenario.

Saltamos un rato, sí, con melodías carísimas a nuestros sentimientos. Nos vuela la peluca, sí, una versión demoledora de las Andanzas del capitán Buscapina. Bailamos sí, un rato uno más otros menos con las otras canciones, pero distantes, errantes.

Y de nuevo el intervalo, otra vez la zozobra. Lo mejor va a ser seguir, dice la voz que nos convocó. Y continúa voceando a tientas, a voz pelada, ida. La manzana del cajón ya está podrida y ninguna va a poder morderse. La manzana no importaba...

Arranca Jijiji y parece que es de día. No hay tantas risas como siempre, y nos empujamos las muecas, entre alegres, confundidos, culposos y desorientados. Pero saltamos. Nos levanta aún más Mi perro dinamita, enganchado a manera de doble despedida.

Cuando se van los aullidos de ese rocanrol, no hay saludo, ni chau, ni un volvimos 20 años después a la ciudad que nos prohibió, ni fuegos ni artificios ni canción final, ni nada.

Como aquella última vez redonda en Córdoba con Ángel para tu soledad, la misma misma sensación se cuela en el alma.

Como si se hubiera acabado el fuego en el cañaveral del hombre de los sueños y todos nuestros sueñitos, también: los de desear con los puños en alto hacer la revolución con una canción de amor, los de pedir un Dios nuevo mejor hecho bajo nuestro pulgar, los de empujar los decorados del rocanrol y tirarlos.

Imágenes del montaje final. Las de cada uno tras el regreso.

Pasó el miedo por Olavarría y se fue, no quiso entrar esta vez a la ciudad sitiada. Pasó el miedo, nos interpeló hasta el culo, dejó su tristeza y nos secuestró el estado de ánimo.

El último.