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La lluvia caía de modo obsceno y el viento helado se filtraba entre los cuerpos empapados y el virtual techo de paraguas que sostenía en alto la militancia. Unos minutos antes de que el locutor anunciase que se había llegado a las veinticuatro horas de marcha ininterrumpida –como en los viejos tiempos-, a Julián le tocaron el hombro. En esa milésima que uno tarda en darse vuelta, pensó en ver la cara de uno de los tantos compañeros que va pariendo la lucha. Pero era Susana, una ex compañera de trabajo de finales de la década del noventa, cuando todavía trabajaba en el sector privado. Qué hacía ahí. Y encima con la tormenta que azotaba a la plaza. Mientras le daba un abrazo, asoció todo. Su única hija se había volcado a la militancia luego de la muerte de Néstor. Se alegró de verla ahí, a un puñado de metros de los bombos y las flameadoras hechas sopa, a punto de escuchar a Hebe, a Máximo y al resto. Susana estaba con una amiga, a la que también reconoció de las jornadas de ocho horas en con pantalón de vestir en aquel prestigioso estudio jurídico. Intercambiaron unas palabras acerca de la baja en el volumen de trabajo en la firma en la que todavía hoy trabajan, y luego ellas le contaron que venían de visitar al cura villero de la Isla Maciel. Fabuloso. Susana le dijo que Celeste, su hija, estaba en otro rincón de la plaza, junto a sus compañeros. Minutos más tarde, durante algunos de los pasajes de los duros discursos de los oradores, la amiga de Susana se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Julián vio que ambas entonaban las canciones que entonaban desde el costado, con los brazos en alta, empapadas, temblando por el frío, al ritmo de bombos. Cuando finalizó el acto, Julián y Susana se dieron un cálido abrazo, que contenía retazos de una historia compartida pero en especial, una identidad política común.

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El sol del 6 de diciembre de 2002 rajaba el techo de lona de las carpas y gacebos que las organizaciones de derechos humanos y sociales habían montado alrededor de la pirámide. Se había marchado durante toda la noche. Con garra y corazón. Con dolor e indignación. Decenas de dirigentes y referentes de todo pelaje habían pasado por una radio abierta. Los medios de comunicación informaban en directo y los editorialistas sostenían que la lucha era justa y necesaria. Sobre el cierre de la jornada, las Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora le traspasarían los pañuelos a los miembros de la agrupación H.I.J.O.S., en la que militaba Julián. La consigna de aquella Marcha de la Resistencia número veintidós era “Antes y ahora, la lucha es una sola”. Gobernaba Duhalde, los piqueteros Kosteki y Santillán estaban enterrados en un cementerio, los índices de desempleo e indigencia eran un escándalo, los niveles de endeudamiento eran infernales y los genocidas caminaban por las calles con una impunidad escalofriante. Julián subió al escenario junto al resto de los hijos e hijas y ofreció su cuello para que una de las madres le anudase el pañuelo blanco. Se dieron un beso y un abrazo. A él se le anudó la garganta pero no lloró. Siempre había sido igual. Aunque estuviese sacudido como una pluma por una sudestada, era poco lo que expresaba hacia afuera. Ahora el legado de la lucha de las madres estaba en manos de los hijos, que ya recorrían los barrios promoviendo la condena social de los milicos y los jueces.

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Durante la primera jornada de la reflotada Marcha de la Resistencia, cuya consigna fue “Por el derecho a trabajar, resistir sin descansar. Cristina conducción”, Julián notó que en la plaza había una abrumadora cantidad de puestos de comida y bebidas, en su mayoría vacíos, y que los vendedores mostraban una marcada ansiedad por colocar sus sándwiches y latas de cerveza por un poco más que el precio de costo. También le llamó la atención la larga fila de hombres, mujeres y chicos que esperaban una bandeja de comida caliente de parte de los voluntarios de una oenegé que está instalada en la zona desde hace varios días. Se encontró con los de siempre, que ahora tenían en brazos o a un costado a sus hijos, padres, amigos, compañeros de los barrios. La liturgia contemporánea estaba ahí, en cada baldoza, en las canciones que bajaban del escenario, en las adhesiones, en los abrazos con la militancia. Pero era imposible deshacerse del gusto amargo que intoxicaba la boca. En algún recoveco profundo del alma, estaba el dolor por la nueva realidad. Esa noche Julián se iría a dormir junto a su compañera, con los pies rotos, una piedra en el estómago y unos cuantos recuerdos de tiempos pasados. Entre una marcha y otra, pensó antes de diluirse en el sueño, estaban los doce mejores años de todas sus vidas.