En las redacciones, los cronistas policiales no se ponen de acuerdo. Algunos le llaman “justicia por mano propia”. Otros se refieren al hecho como “linchamiento”. Incluso al superar el quinto caso publicado en menos de una semana por los diarios, ya empiezan a intervenir los colegas de otras secciones, que proponen darle una mirada más analítica al fenómeno. “¿Qué nos pasa a los argentinos?”, se preguntan y le trasladan el interrogante a los especialistas de turno, que nos revelan una verdad de Perogrullo: “la sociedad está violenta”, nos ofrecen como respuesta. Chocolate por la noticia.

Los cuatro hechos de Santa Fe alertaron sobre la peligrosa tendencia de vecinos que muelen a palos a los pibes que roban en las calles. Pero lo ocurrido en Palermo –Coronel Díaz y Charcas- les puso los pelos de punta a los mal llamados “medios nacionales”. Luego, otros dos episodios en la convulsionada Rosario y uno más registrado en Río Negro, completaron el alarmante listado.

Turbamultas enardecidas que en patota se envalentonan quitándose el odio y el estrés abalanzándose sobre escruchantes callejeros y moliéndolos a palos como si fueran bolsas de boxeo, sin siquiera verificar su grado de responsabilidad en el supuesto delito.

Y hoy todos estamos discutiendo qué carajo hacer para que no se desmadre todo y terminemos con centenares de Charles Bronsons por la calles pretendiendo vengar delitos sufridos en carne propia con otros crímenes aún más alevosos.

En la sociedad hay una fisura inmemorial que separa a los que tienen algo, de los que no tienen nada. La gente bien versus los guachines.

Unos se rodean de rejas, perros, alarmas, cámaras, muros con botellas rotas o alambres de seguridad, porque viven muertos de miedo y creen que pidiendo penas más duras van a terminar con la inseguridad.

Los otros son presentados convenientemente por el sistema que tiene que vender los adminículos para garantizar seguridad como los que te chorean y te matan por una campera. Esos seres indeseables, que no merecen ni justicia, viven en las villas, lejos de las normas de convivencia que propone una sociedad civilizada como la nuestra.

“Si el Estado no hace nada, tenemos que defendernos”, se autojustifican los que mataron a David Moreyra, el pibe de 18 años que murió luego de que una horda de vecinos del barrio Azcuénaga, en Rosario, lo molieran a golpes al sorprenderlo robándole la cartera a una chica que caminaba por la calle.

No fue justicia por mano propia. Ni ajena. Fue un crimen atroz. Y su impunidad, lamentable pero inexorable, es una legitimación.

La repetición mediática de los hechos de inseguridad y el abordaje detallado de los aspectos más escabrosos y espeluznantes, colabora en la creación de un colectivo social fuertemente temeroso. Ese miedo hace que algunos sectores reaccionen en forma violenta sin censuras políticas ni morales ante estos hechos de inseguridad, sin darse cuenta de que la muerte es un costo desproporcionado que, además, no resuelve el problema.

Sufrir un delito provoca bronca y hasta ciertos sentimientos de venganza. Para evitar el linchamiento las sociedades hemos confiado en cierta legalidad delegando en el Estado la administración de justicia. Que exista ineficacia en la prestación de ese servicio, no nos habilita a decidir sobre la vida de quienes supuestamente atentan contra nuestros derechos.

Urge una revisión de la construcción de los lazos sociales que nos estamos dando, comprendiendo que los mayores afectados son aquellos que se encuentran en situación de pobreza y no visualizan en el horizonte una salida.