Puedo suponer que la tarde del viernes 13 de agosto de 1976 era, como la de hoy, fría y soleada. Mis 11 años seguramente tendrían la mirada en el fin de semana que se abría y, al mismo tiempo, una vaga intuición sobre las causas de la irrespirable tensión que entonces vivíamos. Pero esa tensión era el telón de fondo de muchas vidas, una tensión que por entonces muchos no habían todavía aprendido siquiera a negar. Calculo que podría escribir mal o bien sobre los años de la dictadura, pero qué difícil me resulta hacerlo sobre la historia en su particularidad, cuando toca singularmente. Para esos pibes de escuela primaria que vivimos aquello, la escena habrá tardado mucho en hacerse comprensible, incrustada como un fierro caliente en una hoja del cuaderno de clase. Américo Jorge Marchetti era nuestro maestro de sexto grado en la escuela número 17, “Abel Ayerza”, de Villa Devoto. Como unos años antes lo había sido de mi hermano, pude experimentar durante esos meses de 1976 lo que me había contado sobre él: Marchetti era un maestro laburador -se notaba su gusto en lo que hacía-, afectuoso y sobre todo inusualmente cómico. Aún lo recuerdo tras una difícil explicación de matemática, pegándole una festiva patada a la puerta al llegar a la solución. O intercalando en su razonado discurso una disparatada frase en un falso inglés recién inventado –algo así como “watenforenguein” decía- para seguir hablando luego como si nada. Todos estallábamos en carcajadas. Cultor de un fino humor, era a la vez de un buen maestro y comediante, el organizador de los campeonatos de fútbol en la escuela (era muy futbolero y he sabido que Argentinos Juniors, el club de sus amores, lo ha recordado en un aniversario de su desaparición). Qué cercano era aquel tipo, qué fácil identificarnos con él. Los pibes aprendíamos, nos divertíamos, habíamos empezado a quererlo. Ese viernes el flaco Marchetti habrá salido de la escuela con el vicedirector Parodi. Habrán hablado de política o de Marechal o de historia argentina o de los partidos del fin de semana. Habrá caminado por Salvador María del Carril hasta San Nicolás. Los pibes caminaríamos también con ellos hacia la parada del 105. Nunca sabremos si en esas cuadras una vislumbre, un presentimiento, lo habrá estremecido. Habrán llegado todos juntos a esa fatídica esquina donde unos tipos con armas bajaron de un Falcon gritando su apellido, empujándolo adentro, desgarrando la tarde. Hoy parece inverosímil que el lunes siguiente continuaran las clases, que a los pocos días una maestra de la que ni recuerdo su rostro ni su nombre se hiciera cargo del aula y que se balbucearan vaguedades dolientes sobre su desaparición. Años después, por testimonios de compañeros de cautiverio, supimos que estuvo en el Centro Clandestino de Detención “Coordinación Federal”. Todos los que vivimos aquellos años tremendos tenemos pequeñas o grandes marcas enclavadas en la memoria; son marcas que permitirían afirmar que todos conocíamos lo que pasaba. Pero ese conocimiento no fue –salvo heroicas excepciones- suficiente para hacer; tampoco lo sería hoy si no lo hubiésemos transformado en un saber que nos permita defendernos de su repetición. Tal vez por eso habrá que escribir y hacer teatro, habrá que filmar y esculpir, habrá que pintar y colocar placas, habrá que teorizar y dar testimonio. Es un deber que podemos elegir. Américo Jorge Marchetti nació el 19 de octubre de 1942 en la ciudad de Buenos Aires. En los años en que su vocación lo puso al frente de un aula de escuela, mejoró la vida de muchos. Por eso habrá dado la suya y por eso elijo escribir su recuerdo.