I) La famosa máxima de Perón que enlazaba verdad a realidad quería señalar –según entiendo- una necesaria dependencia, un puente ineludible, entre la primera y el campo de los hechos. Ese puente lo cruza la argumentación, los complejos hilos de persuasión que requiere la práctica política para que su palabra muerda el campo de lo real, genere polémica y, eventualmente, produzca convicción. Pero ¿qué pasa si ese necesario cable a tierra con los hechos desaparece? ¿Qué ocurre cuando, liquidando cualquier vínculo con el sentido y la verdad, vale decir cualquier cosa?

Escribo estas notas después de escuchar a Marcos Peña Braun declarar en el Congreso que “abril ha sido el mes con más empleo total de la historia argentina”. Es chocante. (Llamar a esto “posverdad” –allá ellos-, vale como distracción). No son afirmaciones con las que se pueda entablar un diálogo, una discusión, una polémica. “Lisérgico” –comentó, epigramático, el diputado Andrés Larroque. Claro, se capta que algo escapa a una mínima exigencia de rigor, que algo cae fuera de un campo regido por lo que se suele llamar “honestidad intelectual”.

Procuremos afinar alguna precisión sobre este tipo de afirmaciones del oficialismo, que si bien pertenecen al campo general de la mentira, presentan un rasgo más provocativo y desvergonzado. No vamos a examinar las numerosas promesas que antes y ahora se lanzan al porvenir con la impudicia que sólo da creerse excusado de dar cuenta (“nuestro futuro va a ser realmente increíble” –suelta gratuitamente Macri cada dos por tres). Ocupémonos de las descripciones que el oficialismo hace sobre el presente y planteemos un posible precursor en la tradición liberal.

II) Tomemos para eso un puñado de temas y tratemos de explicarnos. La dolorosa situación de las pequeñas y medianas empresas nacionales es un dato duro de la actualidad. No hay un solo indicador que permita una perspectiva promisoria; las pymes se debaten entre la quiebra o el mantenimiento a duras penas en un contexto recesivo, con caída de producción y ventas en el mercado interno, competencia desigual con artículos importados y el aumento de insumos y servicios. Sólo en 2016 desaparecieron –de acuerdo al INDEC- 1579 empresas. Y si hablamos de inversión digamos que la inversión extranjera directa que ingresó al país este año fue la mitad que la del año anterior -según el registro de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo. En fin, una realidad desoladora desde cualquier punto que se la mire. Salvo que se la vea desde un espacio inaudito, único lugar desde el cual podría observarse que “están viniendo de todas partes del mundo a tratar de ver cómo se asocian con nuestra pequeña y mediana industria…”. ¿Dónde? ¿Cuáles? ¿A qué? No viene al caso dar cuenta. Tales fueron las alucinadas declaraciones del presidente Macri el 3 de octubre último en la presentación del Programa de Fortalecimiento de las Economías Regionales.

La inflación –aquel asuntito que el presidente en campaña prometía resolver cómodamente- devastó los bolsillos de los trabajadores en 2016 al trepar a una cifra cercana al 42 %; en este año nada hace suponer que se cumplirán los pronósticos oficiales del 17 %, ya que sólo en el primer cuatrimestre merodeó los dos dígitos, cifra aún mayor para alimentos, transporte y tarifas –rubros de mayor incidencia en la clase obrera. Si el objetivo del gobierno hubiese sido solucionar este tema, no tendríamos más remedio que evaluar su fracaso. Pero acá observamos a Mauricio Macri tomando el micrófono el 6 de abril último en la apertura del Foro Económico Mundial sobre América Latina y, sin miramientos ni pudores, decir: “hemos atacado un tema central, un tema de fondo que siempre daña a aquellos que menos tienen, que es realmente un vehículo para que la pobreza crezca y que no haya crecimiento, que es la inflación. Lo hemos puesto en el centro de la agenda y por suerte hemos tenido éxito…”.  

¿Qué clase de afirmaciones son estas? ¿Cómo concebirlas desde el punto de vista político –sin darle la palabra a los entendidos en psicopatología? Nuevamente: chocante. Lejos de la confesión acaso involuntaria de un secretario de Presidencia que admitió, al menos, que al gobierno le “cuesta encontrarle la vuelta a la inflación”, Macri dice: “Hemos tenido éxito”.

Demos un último ejemplo para no redundar, pero de estos hay a manos llenas. El presidente abre las sesiones legislativas el 1 de marzo de 2017: “Los docentes tienen un papel clave. Necesitamos docentes formados, motivados y reconocidos. Enseñen donde enseñen, tienen que poder realizarse en sus vocaciones y tener un salario digno. Tenemos que apoyarlos en su tarea, especialmente cuando son víctimas de agresiones (…) Para cuidar a los docentes (que no creo que Baradel necesite que nadie lo cuide) les pido que sancionen una ley que agrave las penas a quienes los agreden (…) El diálogo no es sólo nuestra metodología. Es nuestra manera de entender la política y la vida…”.

¡Ay Macri… no sea tan Macri!

Apenas un mes después, esos docentes que merecían cuidado y reconocimiento fueron brutalmente golpeados por fuerzas estatales en las puertas del mismo recinto donde se hizo aquella declaración. Recordemos que fueron reprimidos por reclamar ante el incumplimiento del Poder Ejecutivo en establecer la negociación salarial que marca la ley paritaria.

Las alusiones a las inversiones en Pymes, al éxito con la inflación, al salario digno, al diálogo y cuidado a los docentes no son hechos de este mundo.

III) Tal vez exista una narrativa propia de la derecha argentina a lo largo de la historia, un modo discursivo característico que, lo sepan o no, envuelve a sus agentes. Y si bien es claro que Mauricio Macri ignora esta cuestión, sus similitudes cínicas con Bartolomé Mitre son muy considerables.

         Veamos si no. En tiempos de Mitre el fraude electoral fue un procedimiento típico de la oligarquía. Un simulacro de sufragio libre que apenas encubría la falsificación de los registros electorales, la restricción de votar a los opositores, la destitución de empleados estatales que no participaban en esas maniobras (entre ellas, hacer votar a los muertos). Un francés residente en Buenos Aires lo describía así: “La camarilla Mitre ha empleado todos los medios para triunfar con desprecio de las leyes del país y de la Constitución; las libertades electorales han sido sacrificadas; los asesinatos partidistas; los ataques nocturnos; las violaciones de domicilio se han cometido en las personas del partido contrario…”. Los riesgos de la participación en la elección son tan grandes que muchos ciudadanos se abstienen de votar.

         En ese contexto Bartolomé Mitre declara al asumir la presidencia: “Si yo creyera que en el fondo de la urna que me proclamase presidente de la República habría un solo voto falso, declinaría el alto honor de presidir los destinos del pueblo argentino”.

         Situémonos ahora en 1859. El ejército de Mitre se enfrenta con las tropas de la Confederación en la cañada de Cepeda. Al comienzo de la batalla se desbanda y se esfuma su caballería, pierde la totalidad de la artillería, le son capturados dos mil prisioneros y se ve obligado a una retirada forzosa con su infantería, de noche y a pie. Rotunda derrota. Mitre llega a Buenos Aires y, grandilocuente, proclama haber “salvado en el campo de batalla el honor de nuestras armas y las legiones que el pueblo me confió en el día del peligro, devolviendo a Buenos Aires todos sus hijos cubiertos de gloria”. Manda a imprimir medallas para sus jefes y oficiales con la inscripción: “A los vencedores de Cepeda”.

Una muestra más. Los años de su presidencia fueron todo menos pacíficos. La eliminación de opositores políticos en las provincias fue acompañada con la llamada “guerra de policía” -una contienda irregular comandada por sus famosos coroneles (célebres en su crueldad) contra los caudillos federales del interior rebelde-, que emprendió persecuciones, saqueos y asesinatos a sangre fría -el del “Chacho” Peñaloza fue tal vez el más atroz. En sus seis años de gobierno no hubo un solo día en el que no se haya decretado el estado de sitio en algún punto del país, con 117 revoluciones, 91 combates y 7700 muertos.

         Escuchemos la arenga de Mitre al entregar el mando en 1868: “…hemos combatido y vencido todas las resistencias interiores sin comprometer ningún principio, sin violar ningún derecho, sin recurrir a ninguna violencia y sin apelar a ninguna medida extraordinaria, usando con moderación hasta de las facultades constitucionales”.

         “Lisérgico”, podría haber dicho algún diputado opositor.

IV) Terminemos con algunas anotaciones sobre el cinismo contemporáneo - diseminado y promovido como un modo actual de estar en la civilización- y su enunciación, que podemos denominar “canalla”. Lo primero a decir: el discurso canalla no cree en la palabra como referencia verdadera. Puro instrumento de engaño y manipulación, porfía en que vale decir cualquier cosa, de espaldas a la realidad de los hechos, al orden de las razones, a toda invocación ética. Así, entablar un diálogo resulta una apuesta preñada de dificultades (lo que debería volvernos escépticos sobre los buenos frutos de la obligación legal de los debates en campaña electoral). La infatuación y pedantería de sus enunciados son testimonio de su creencia en ser el amo; de ahí el desinterés por dar cuenta de sus dichos. Mitre se creía la encarnación de la Civilización –lugar amo en la narrativa del siglo XIX-; Macri imposta la voz de la espiritualidad new age, pero encarna al gerente de las nuevas tecnologías financieras tras el derrumbe de los ideales emancipatorios, patrón y sota del siglo XXI.

El periodista Roberto Navarro popularizó la frase “te toman por boludo”. Hay algo de esto. El discurso canalla habla desde ese lugar de excepción legal a una legión de giles. “Qué importa si lo que digo no existe; cobra existencia por el acto de decirlo”, lo que es transformado en dogma por los asesores a lo Durán Barba y los conglomerados de medios. En este sentido, Mitre fue un precursor; comprendió que su apuesta necesitaba un diario que encomiara sus glorias y, sobre todo, las justificara (“estas palabras son dignas de un héroe de Plutarco” –decía La Nación en 1865 al comentar su famosa y ridícula arenga al iniciar la atrocidad conocida como guerra de la Triple Alianza). Y acá debemos preguntarnos cuánto se sostendría el gobierno de Macri sin el formidable blindaje mediático.

Sus optimismos demenciales, sus augurios maníacos son más que promesas manipuladoras; representan la creencia alucinada que el discurso canalla proyecta sobre el éxito de su empresa, sin los límites que plantean la reflexión ético-política, la culpa, la vergüenza o la duda. El discurso canalla, modulación contemporánea del cinismo, arremete: “¡Sí, se puede!”.

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