Me atrevo a decir que la totalidad, y si no es la totalidad será el 90%, de los argentinos pasamos alguna vez un momento o participamos de alguna actividad en un Centro Cultural. Léase exposición de fotografía, peña folklórica, charla sobre Derechos Humanos, clases de karate, escuelita de fútbol infantil, encuentro de formación política, conferencia de un referente de la cultura, noche de tango o show musical, la gran mayoría de nosotros alguna vez formamos parte del mágico mundo de los Centros Culturales, que tienen la ventaja de quedar a la vuelta de la esquina, estar abiertos todos los días y darnos la bienvenida como vecinos, no clientes.

El ajuste neoliberal y la posterior crisis del 2001 trajeron consigo una fuerte cuota de disciplinamiento que tuvo sus pilares fundamentales en las tasas de desempleo, la estructural falta de empleo y un mercado de trabajo excluyente que, si bien lograron despertar nuevas formas de protesta social, a la vez fueron portadoras de la “inyección de pasividad” y ruptura de lazos sociales que en lo político se manifestó como una crisis de legitimidad del sistema de representación formal. En este marco, donde el desaliento y la fragmentación eran tema de conversación ineludible en cada mesa, la resistencia se inició desde las expresiones sociales colectivas, populares y espontáneas, eso que cuesta tanto definir y que muchos llamamos cultura.

La Ciudad de Buenos Aires en este sentido fue paradigmática. Será por su caudal de habitantes o circulación diaria, o por su emblemática usina de identidades barriales, lo cierto es que logró acoger de forma espontánea el surgimiento de decenas de centros culturales, o pequeños espacios culturales auto-gestionados e independientes que venían a traer un mensaje de supervivencia para tres actores: los productores y gestores que tenían la intención de desarrollar un proyecto cultural; los artistas que buscaban lugares para llevar a cabo su arte; y los ciudadanos en busca de una urna colectiva donde encontrarse y depositar sus deseos, experiencias y expectativas. Durante muchos años la dinámica funcionó naturalmente, y el movimiento generado logró trascender la ciudad, llevando a Buenos Aires como bandera de la cultura under o Indie por todo el mundo, consecuencia directa de una mezcla maravillosa de identidades locales que dieron rienda suelta a sus expresiones más genuinas.

Mauricio Macri asumió en 2007 como jefe de gobierno porteño y trajo consigo, de la mano del ministro Lombardi, un modelo neoliberal de gestión cultural basado principalmente en cuatros puntos: la concentración y centralización de la oferta cultural en pocos barrios; la desigualdad del consumo cultural, condicionado por el acceso, el precio, la información y el hábito de los ciudadanos; en tercer lugar una visión de la cultura como espectáculo, orientada fundamentalmente a la realización y promoción de festivales y megaeventos en detrimento de otras formas de relacionarse con la cultura; y en último lugar, la homogeneización de la cultura, que pasa a ser un producto prácticamente salido de una cadena de montaje, donde se pierde la base de su riqueza: lo diverso, lo distinto, lo que identifica a unos y atrae a otros por su originalidad.

Claramente en dicha definición no hay un lugar para los Centros Culturales barriales. Tal es así, que considerando la inexistencia de una figura formal que contemple las características específicas que requieren los centros en la normativa vigente, la reacción inmediata del macrismo fue un proceso sistemático de persecución y clausura indiscriminada de espacios culturales, que debieron pasar a la clandestinidad para poder funcionar. El desinterés, el desfinanciamiento, el aislamiento y la falta de control sobre sus múltiples actividades, perjudicaron a los lugares que no podían acceder a la infraestructura exigida formalmente para otro tipo de espacios culturales (teatro, club, club social, etc.), y a los artistas que ya no encontraban dónde trabajar, o debían pagar altísimos costos para hacerlo.

El gobierno porteño de este modo lo que busca implementar es un nivel mucho más alto de disciplinamiento a través de una doble actuación: lo permitido, es decir los mega eventos, los festivales pagos con artistas internacionales sponsoreados por grandes marcas, y las iniciativas de productoras multinacionales, donde uno acude como simple espectador, consume y luego se va a su casa;  y lo clandestino, al margen de la legalidad formal, con el objetivo de desarticular las relaciones sostenibles en el tiempo, esas que son el caldo de cultivo para la construcción política y las acciones colectivas.

Este nuevo panorama refleja la impronta neoliberal de un gobierno que desprecia la producción y organización cultural independiente, y le teme más que a nada a la organización social. De este modo surge la necesidad, no solo de militar en términos pragmáticos por una ley de Centros Culturales que los pondere como espacios multiplicadores por excelencia; sino además de generar iniciativas que fortalezcan la articulación cotidiana entre cultura y barrios, rescaten el valor de la diversidad artística y cultural, y pregonen el sentido de la producción colectiva y el acceso cotidiano como el modelo de cultura a sostener en el tiempo.