A las diez de la mañana, la senadora provincial -por el partido de San Nicolás-, Cecilia Comerio, y el diputado provincial Miguel Funes, se plantaron frente cincuenta militantes para darles a voz de cuello las primeras instrucciones: “Vamos a relevar las necesidades de los vecinos, casa por casa, y aparte les vamos a ofrecer artículos de limpieza, agua y ropa. El responsable del grupo ya tiene asignada la manzana.  Luego nos volvemos a encontrar acá. Evitemos las discusiones estériles y cualquier tipo de inconvenientes, compañeros. Somos La Cámpora y estamos acá para ayudar al otro”.

La rotonda de La Emilia estaba taponada una hilera de micros, colectivos y autos. Ya no había cámaras de televisión ni autoridades municipales o provinciales. Desde una estación de servicio de ya estaban partiendo a pie o arriba de camiones las primeras cuadrillas que a lo largo del día rastrillarían las más de cincuenta manzanas de pueblo. El operativo contaba con seiscientos militantes de una docena de partidos bonaerenses y la CABA. Otros tantos ya estaban allí desde hacía cuatro días. La mayoría eran jóvenes de alrededor de treinta años, pero también había gente mayor y chicos con edad de secundario. Casi todos vestían pecheras azules y botas de goma, aparte de una conmovedora iconografía kirchnerista en las remeras, gorros, pecheras, mochilas y tatuajes. Una especie de comité de crisis armado bajo un gacebo iba tildando en un mapa del pueblo las manzanas ya cubiertas. Un albañil había perdido la vida el día lunes. Sobre la vereda había una montaña de bolsas de residuos con ropa, artículos de limpieza y miles de litros de agua. Desde la puerta de las casas y negocios del boulevard, grupos de vecinos miraban con gestos de asombro y expectativa. El sol ya picaba sobre las espaldas y hombros desnudos. Arrancaba una rabiosa jornada de calor.

Con un grupo de veinte compañeros de un par de comunas de la ciudad de Buenos Aires nos tocaron algunas de las primeras manzanas del costado más cercano al ingreso de La Emilia. Desde allí se apreciaba el campo abierto, las siembras de soja, algunos caballos. La instrucción fue rodear las manzanas, relevar las necesidades de los vecinos y volver al punto de encuentro para buscar los bidones de agua, lavandina, perfumina, cloro, detergente, desinfectantes, jabón blanco, escobas, secadores, trapos de piso, ropa o calzado que requieran en cada hogar.

El barrio de casas bajas lucía un detalle revelador: frente a todas las puertas de entrada se erigía un especie de carpa de muebles destrozados de todo tipo, viejos electrodomésticos, vajilla, ropa y un sin fin de decenas de pertenencias que el agua había destruido. El olor era nauseabundo y se movía al compás de una brisa caliente. Los vecinos todavía sacaban lo que quedaba de agua en el interior de sus casas. Puertas y ventanas abiertas. La ropa y los libros y papeles al sol, desplegados sobre tablones, mesas, o lo que sea. Muchos recibieron agradecidos los productos de limpieza. Algunos, con cierto pudor, aceptaron que les diésemos un mano para vaciar sus casas. Todos necesitaron relatarnos su infierno.

En la casa de Roberto y Marta, su madre, una anciana flaca y vigorosa, levantamos cientos de tablitas del piso de madera de dos de las habitaciones de una casa muy vieja. Con un balde, con la tapa de un inodoro, con la ayuda de cartones, las manos, las separamos del suelo mojado y las depositamos en el patio del fondo, que parecía un depósito de muebles rotos. “Tírenlas en cualquier lado, total eso no sirve más”, dijo resignado el dueño de casa. La señora no podía contener la emoción al ver el ir y venir frenético de seis chicos más jóvenes que sus nietos. “No sé cómo agradecerles, chicos. Nadie vino a ayudarnos, solo ustedes”, largó, emocionada. Luego de sacar a la calle un añejo modular, una cómoda de aglomerado y un armario que ya no servían más, baldeamos las dos habitaciones, un pasillo y el living, y con la ayuda de varios secadores, baldes, trapos de piso y lavandina, sacamos el agua hacia la calle. “Con esto es suficiente, chicos”, dijo el hombre. Andaba en patas y pantalones cortos. Era ingeniero y trabajaba en San Nicolás. No pudo contener el par de lágrimas que le cayeron por las mejillas y se le mezclaron con la transpiración y la mugre. “Sigan con el resto de los vecinos. Nosotros nos arreglamos. Millones de gracias”, agregó, y se metió a buscar unas herramientas en el Peugeot 207 que tenía estacionado en la puerta.

La postal que ganaba las polvorientas calles del pueblo era la misma en todas las esquinas. La marca del agua en las paredes, ventanas y persianas de las casas. El césped de los canteros y jardines cubierto con una capa de barro seco. Un par de carpas en los techos. Barricadas de muebles destruidos sobre las calles. Vecinos con guantes amarillos limpiando sus casas. Cuadrillas de militantes con los rostros de Néstor y Cristina en sus remeras, cada dos o tres casas, haciendo un pasamanos para sacar basura, conversando con los vecinos abajo de un árbol, yendo y viniendo con bolsas de residuos y secadores en las manos.

Mirta, una jubilada de un metro y medio de estatura, pelo blanco y vestido largo de lunares negros, no podía romper el estado de estupefacción en el que la había dejado la desgracia. Tres mujeres con pecheras la rodeaban, bajo el parral del fondo de su casa. La contenían. Mientras, ella le daba alguna instrucción al grupo de militantes que estaban vaciando un galpón contiguo al patio. Nada de lo que había allí adentro ahora servía. Había que atravesar la fresca sombra de un garaje para depositar en la calle los desechos. En media hora la montaña de madera corrugada, hierro, vidrio, cartón, lata y papel alcanzó los dos metros de altura. Había allí gran parte de la vida de Mirta. Sus dos hijos, contó, estaban trabajando para reconstruir sus propias casas. La habían rescatado el lunes a la mañana, cuando el agua por esa zona subió hasta el metro de altura. En un rato la pasarían a buscar. Nos despidió en la puerta, luego darnos agua y unas galletitas dulces. Las chicas le dieron un abrazo y le acariciaron la cabeza.

En un parate que hicimos bajo la sombra de dos árboles, distintos vecinos, aparte de ofrecernos mate, jugo, mangueras para refrescarnos y hasta un baldecito helado con ferné con coca, nos contarían que la zona más baja del pueblo había sido la más afectada, en la otra punta, con mas de un metro y medio de agua durante el día lunes, por la rotura del famoso tarraplén, y que mientras salvaban sus vidas y unas pocas pertenencias en las terrazas, asediados por los mosquitos y la desesperación, solo recibieron algo de contención de parte de las fuerzas de seguridad y los propios vecinos.

“A vos te parece que nosotros tengamos que ir, cuando el agua ya había bajado, a hacer colas de dos horas para que desde la intendencia nos den un colchón o una vacuna”, se quejó un joven con un bebé en brazos. “Ellos deberían hacer un operativo casa por casa para ver qué necesitábamos”, denunció una señora de pelo corto. “A mí me llamó una amiga para preguntarme si quería que me trajese comida. No, le grité, porque después tengo que cagar, y dónde lo hago. Le dije que en ese momento lo que más necesitaba era un repelente para los mosquitos”, contó una chica que no podía parar de hablar.

También nos contaron que el intendente de San Nicolás, Ismael Passaglia -ganó las elecciones con el Frente para la Victoria y se pasó a Cambiemos luego de diciembre de 2015- y los funcionarios de la provincia de Buenos Aires, solo dieron la cara -a través de una conferencia de prensa que montaron en el ingreso del pueblo- luego que la llegada de las cámaras y movileros de los canales de televisión. “Después se las tomaron”, dijeron. Para el delegado comunal de La Emilia, Mario Díaz, designado por Passaglia, solo hubo insultos, por la misma razón: la ausencia del Estado comunal, municipal, provincial y nacional.

Fueron los propios militantes que a partir de las primeras horas de la tarde -luego de que muchos de ellos abriesen zanjas, desmalezasen pastos y yuyos, descargasen heladeras y televisores de los techos -los que cargaron las pilas de muebles y pertenencias maltrechas de los vecinos en los camiones que el municipio estaba haciendo circular, para luego descargarlas en un descampado a cielo abierto, en la entrada del pueblo. “A nosotros nos contrataron para trasladar la basura. Nada más. No tenemos peones. Menos mal que están ustedes”, decían los muchachos.

El cierre de la jornada se realizó en el humilde barrio Virgen del Rosario, a unos kilómetros de La Emilia, a pocas cuadras de la ruta 9. En una placita, bajo la sombra reparadora de los árboles, cientos de chicos y chicas, hombres y mujeres, con néstores y cristinas de todos los colores y acompañados por consignas e íconos de los logros y las verdades de la década ganada, primero compartieron en círculo un cancionero militante y luego se tiraron sobre el pasto y la tierra a descansar, conversar y esperar el almuerzo tardío. Dentro del humilde salón comunitario de la comisión vecinal del barrio algunos vecinos y militantes preparaban cientos de sándwiches de una carne que se estaba asando en una casa vecina. Una milagrosa manguera con abundante agua helada le devolvía el cuerpo a las decenas de pibes y pibas que esperaban su turno en una colorida fila.

Carlos Velázquez, vicepresidente de la comisión vecinal de Virgen de Rosario, es tornero y vecino de toda la vida de aquella comunidad de trescientas familias humildes y trabajadoras que viven en casas con ladrillo a la vista. Morocho, de espalda ancha, viste una chomba con el escudo de River y no disimula el orgullo de tener en casa a cientos de militantes de La Cámpora y otras organizaciones kirchneristas que acaban de cerrar una jornada solidaria que ningún medio de comunicación de la zona levantará. Tampoco los nacionales.

“A nosotros el lunes a la noche nos reprimieron cuando fuimos a La Emilia a buscar colchones, ropa, comida y artículos de limpieza luego de habernos inundados. A mi hijo y a otros adolescentes la infantería les tiró con balas de goma y al otro día le armaron una causa penal por resistencia a la autoridad. Para San Nicolás siempre fuimos los negros, los cacos. Estamos hartos de su discriminación”, escupió. La bronca e impotencia le inflaban una vena del cuello. La diputada nacional Myra Mendoza lo había visitado durante la semana junto a otros dirigentes del FPV y Victor Hugo lo sacó al aire en uno de sus programas. Cristina se hizo eco de su denuncia a través de su cuenta de Twitter.

“Los vecinos tienen mucha bronca con estos tipos”, contó. “A la inundación sumale un año desastroso para todos nosotros, en el que hay menos trabajo y menos plata en en bolsillo”, agregó. Y con el canto y los aplausos de fondo que metía la militancia, antes de estrecharnos las manos y despedirnos con felicitaciones y fuerza para seguir yendo hacia adelante de mi parte, dijo que “no le tengo miedo a nada porque yo voy con mi verdad, siempre de cara y a favor de los vecinos”.

Cerca de las cinco de la tarde tarde partieron hacia sus casas los últimos micros y autos de militantes con néstores y cristinas en sus remeras. Atiborrados de sol, con el cuerpo lleno de barro, sueño, el cuerpo agotado, pero también una motivación colectiva indomable, por saberse parte de una generación que recogió uno de los legados más nobles de la década ganada, sintetizada en aquella idea de que la patria es el otro.