Llegó con toda su tropa. Llegó y se notaba que llegaba porque tardaba mucho. Primero sus autos, luego sus hombres y tras ellos, gigantes y voluminosos, entraba Fort. A primera vista me impresionó su poca estatura. A mis ojos medía, cuanto mucho, un metro cincuenta y daba ternura verlo caminar. Le costaba. Era chueco y usaba botas texanas. Hacía demasiado calor y te daba la sensación de que, si lo saludabas, te le quedabas pegada a la cara para siempre. Pretencioso, entró seguro al café. Un barcito al lado de la ruta bastante humilde que, de patio, tenía un pequeño aeropuerto. Para eso estábamos. Yo en esa época laburaba en la revista Caras, publicación a la que le agradezco las únicas dos entrevistas de las que me sentí orgullosa. La primera fue a Campanella, antes de que Campanella se transforme en lo que es hoy Campanella. La segunda fue Fort. Cuatro años trabajé ahí y la entrevista a este extraño personaje fue una de las mejores cosas que me pasaron, así que imaginen las peores. Fueron bien peores. Pero ta. Sigo. El tipo entró y apoyó sus dos celulares sobre una de las seis mesas del bar que, además, contaba con una tabla para jugar ping pong. Mesa que sirvió como pelotero para los niños, en este caso, sus corpulentos asistentes, quienes se divirtieron como criaturas jugando a la pelotita mientras que su jefe se despegaba de su tapado de piel. Pulseras que hacían un ruido insoportable, camisa con brillos y nueve capas de base Angel Face me separaban de esa acumulación de excesos. Los pantalones tenían agujeros forzados y dibujos que te obligaban, sumándole todo el conjunto, a entrecerrar los ojos. Era imposible mirarlo fijo sin marearse. Yo estaba nerviosísima. Las entrevistas me ponen histérica y, en este caso, el entrevistado no era fácil. No se podía charlar simplemente de las cuestiones de las que siempre hablaba con los demás interrogados. Caras tiene un nivel bastante básico de preguntas, lo "interesante" se suponen las respuestas, aunque uno las redacta teniendo bien en claro que nadie las lee. Si Caras saca una revista hecha sólo de producciones fotográficas, Caras no se hunde más. Pero bue. La cosa era el avión. "Tenés que entrevistar a Fort que presenta su avión privado", me dijo mi editora y sin pensarlo mucho me emocioné. ¡Tenía que llamar a Fort al celular! Nunca había estado cerca de un personaje tan extraño. Cuando llegamos con el fotógrafo, el avión ya estaba estacionado y el conductor de dicha nave, sentado, me dijo: "Sale carísimo moverlo y es de cabotaje". Eso fue lo único que pudo decirme. No había mucho más para hablar con él y el avión lo había sacado sólo para la nota con nosotros. El tipo estaba feliz. Imaginate. Laburaba de remisero aéreo de un señor que chorreaba dólares. Según él, pocos. Según nosotros, los suficientes como para decir "chorrear". El bar era de una familia, la misma que se revolucionó cuando vio llegar a la estrella. La estrella caminaba como un pato y medía muy poquito. Era un paquete chico de yerba, hinchado, cuadradito y lleno de brillos. Genial. Extraordinario. Tenía voz de cuento, la voz que debe tener un príncipe, impostada y clara. Cuando empecé la entrevista sucedió algo terrible: se me hizo presente su chiva. Sí. Ese penacho que le colgaba de la pera. Esa pera que le colgaba de la cara. Desde que noté esa peculiar sección del rostro llena de pelitos negros, gruesos y perfectos, no pude pensar en otra cosa. Él me hablaba de sus proyectos, de Marcelo Tinelli- estaba obsesionado con el conductor- y sus falsos amores heterosexuales, y yo lo único que podía mirar era su cuadrada pera de utilería. La atención se concentró allí hasta que le pregunté por su novia, "Es el amor de mi vida", dijo y, cuando me quise dar cuenta, tenía al hombre de los chocolates llorando fuerte sobre la mesa. Con ganas y actitud. Mientras tanto, sus chicos, atrás, jugaban tan emocionados que tuvo que poner en pausa el llanto para chistarles y decirles, de nuevo con su voz de príncipe, que jueguen en silencio. Los cuatro bronceados muchachos se callaron de inmediato y su juego sólo se transformó en el eco que hacía la pelotita contra la mesa. Cuando volvió, recordó perfectamente el lugar en el que había dejado su emoción heterosexual y volvió al ruedo del llanto. Perfecto. Recuerdo que en ese momento pensé que era muy mal actor pero que si le ponía actitud, uno podía creerle algo. Irónicamente me parecía un pobre tipo. Quise consolarlo pero me dio miedo tocarle el hombro y que se me hunda la mano. "Este hombre está hecho de plastilina", pensé. Yo no era yo, para él yo era Caras. Nunca me habló a mí sino a la revista, a los miles de lectores. Las respuestas eran tan cuadradas como su pera. Hermosa y perfecta pera. Quise preguntarle alguna cosa fuera del libreto pero apenas conseguía que desarrolle una idea copada, el tipo volvía a su ego lleno de moneditas hechas de leche y cacao. La sesión de fotos fue espectacular. El avión, sus hombres, sus dos Rolls-Royce y cinco abrigos de piel. Cinco trajo. Mi vida Fort. Uno rojo, otro negro y otros marrones de distintos estilos. "Este es de chinchilla y está teñido especialmente en la India", me dijo buscando impresionar. Y lo consiguió, yo estaba extasiada con tanta cosa. Las fotos fueron al atardecer y el fotógrafo le puso garra. Creo que estaba un poco menos asombrado que yo, era de los fotoperiodistas más viejos de la editorial. Había visto demasiadas cosas. Adentro del avión, sobre el capó de uno de sus autos, en el ala, en el pasto. Para cada foto Fort se hinchaba como gallina en celo. Había mucha gente. La familia del bar que eran como seis personas, los cuatro musculosos y yo, que ahora sostenía uno de los suaves y caros tapados. "Si salgo corriendo con esto en la mano, por un año no laburo", imaginé. Ya estaba terminando todo cuando los vi. Esos cuatro hombres llenos de fibra y sol, estaban también en su propia sesión de fotos. El primero le sacaba al segundo que le sacaba al tercero y el cuarto al primero. Todo desde sus súper celulares. Luego se mostraban las fotos, si salían lindos se reían. Si salían feos, se golpeaban suavemente el brazo. Cayó el sol y las imágenes ya eran suficientes. La ida fue más rápida que la llegada. De hecho casi no nos dimos cuenta de que todo había terminado. La miniatura, desde la puerta, sacó un fangote de billetes y le pagó al piloto 300 dólares. "Para la nafta". "Es demasiado", le respondió el conductor. "Con lo demás comprá chocolates", bromeó. Fue el primero en irse, luego sus muchachos. Quedamos solos, el bar en silencio y dos cafés sin pagar. Eran los nuestros.