No me digas nada, ya lo sé.

Ya sé que te encantaría pero que no,

que te entienda,

que no podés.

Que igual siempre pensás en mí.

Que no abrís los ojos cuando te la cogés

porque hacés mucho esfuerzo para creer que soy yo.

Que tenés miedo,

entre mil miedos,

de que se te escape mi nombre.

Sé que hasta pensaste en que te pasara

y pudrirla

y así terminar con todo.

En especial con el calvario de ser un cagón.

Así que dejá, seguí.

Chupale la concha y rompete la cabeza para convencerte de que no,

que la mía no es más deliciosa ni más suave.

Que no podrías quedarte dos días enteros.

Que las conchas son todas iguales

y tocarme a mí no te hace sentir más

ni mejor.

Contate una y otra vez el cuento de que gritaba

y suspiraba y transpiraba por convención,

por costumbre,

por jugar a la actriz porno.

Olvídate de que nos hicimos acabar como nunca nadie antes,

como nadie después.

Dale,

olvídate.

No me expliques,

dejá.

No hay drama.

Imagino que tu pija se pone igual de dura y venosa

cuando la agarra tu novia y se la lleva a la boca.

Seguro te mira.

Besos a lo largo y a lo ancho.

Y ahí le agarrás la cabeza y le tirás del pelo.

Que todas las conchas son iguales,

y todas las pibas también.

Pero hay que quedarse con una, decís.

Así que reseteá tu cuerpo

para que el contacto con su piel

se sienta como sábanas recién lavadas,

de esas de quichicientos hilos.

De Egipto,

de Rusia,

de donde quieras.

Menos de acá.

Acá no vuelvas.

Matate a pajas recordando

cómo te apretaba contra mí

cuando tu lengua encontraba mi pezón,

cuando encontraba mi cola,

cuando me ahogaba en tu pecho,

tu cuello;

Y ahí, inhalarte.

Cuando morderme era,

al final,

más inevitable que deliberado.

Acordate de mi palpitación,

de la violencia,

de la sincronía,

de la humedad rebalsando por cada poro.

Y qué suerte

para vos

para ella

que me puedas pensar.

Foto: Endre Friedmann.