Respiró profundo y se le helaron los pulmones. Estaba sola en la parada del 39 hasta que apareció todo morocho y dormido. Se acomodó atrás de ella y ahí sólo pudo oler su perfume que se mezcló con el frío madrugador y le generó una imagen confusa de morderse el labio y esperar, lo que pasa es que la descontrolan un poco los aromas masculinos en frasquito. Las manos heladas adentro de los bolsillos del saco y la respiración en forma de humo espeso, como ese vapor adentro de la ducha, como esa ducha calentita de la que nunca tendría que haber salido- pensó.

Y aunque el 39 a esa hora siempre pasa atiborrado de gente, en este caso tuvieron suerte y pudieron acomodarse cada uno en los mulliditos asientos azules y marrones. La idea del invierno y la mañana es dormir, así que siempre cerraba los ojos y los abría justo antes de llegar. Pero no podía hacer eso ahora: el morocho se había sentado justo en frente, dos asientos adelante. Ella celebró al que diseñó esos bondis tan amigables para este tipo de cuestiones y respiró profundo. Esta vez no le dio frío sino nervios, él también respiraba profundo.

Cuando algo pasa, lo sabés. Las miradas que se cruzan sin quedar inadvertidas se sienten en la boca del estómago, como antes de salir al escenario, competir o dar un sí importante. Y ahí había mucho material, el morocho parecía no tener ni un poquito de ganas de disimular que también estaba interesado y con la mirada fija en su boca, se mordió el labio inferior. Qué irrespetuoso, pensó ella que hizo lo propio con su labio superior y quedaron así unos segundos, adrenalínicos  y llenos de cosas adentro.

En el colectivo hacían mil grados entonces ella se desabrigó porque iba a tener mucho frío afuera y porque, bueno, ese morocho. Él, apenas ella empezó a sacarse la bufanda, sonrió cómplice, como si no hiciera falta mucho más que dos besos para que le toque las tetas, como si sacarse la bufanda fuera una invitación a que le chupe todo el cuello, desde las clavículas hasta la punta de la oreja. Se sintió bien, le pareció raro que no le importara el alrededor, aunque había muy poca gente y estaban todos o dormidos o con sus celulares. Aprovechó. Se metió la punta del dedo en la boca y con un gesto pícaro le guiñó un ojo.

Él se acomodó en el asiento y miró por la ventanilla con una sonrisa de costado. Se le notaban las ganas de un chape furioso contra la pared, una apoyada intensa mientras su boca le mordía el cuello y ella ondulante y erizada se rozaba contra su jean. Un tirón de pelo, la saliva y las tetas desnudas y apretujadas contra su remera. Porque se lo imaginaba vestido lindo así como estaba y ella sin ropa. Montada y mojada.

Mientras veía cómo se fregaba contra su pantalón, se distrajo y no se dio cuenta cuando él se paró y con cara de ir a comprar pan se le acercó y le dijo: “Tengo ganas de todo eso ahora y con vos”. Los nervios, la calentura y la timidez se le mezclaron. “Quiero chuparte hasta que me pidas basta, quiero olerte, tocarte, llenarte de mi lengua por todos lados. Quiero secarte, morocho. Secarte y darte de mí para tomar. Estás buenísimo y siento que no me va a alcanzar la mañana la tarde y la noche para recorrerte. Quiero decirle a tus viejos que gracias por lo que hicieron pero echarlos cuando me ponga en cuatro y te pida que entres por favor, que me penetres pensando en que lo estás haciendo, que estás intenso, rígido y venoso conmigo, que sos parte de mi calentura, de mi humedad, de mis ganas de acabar pero sin dejar de hacerlo por lo menos hasta que vengan a separarnos con un baldazo de agua fría porque hace tres días que estos dos chicos no paran de coger”. Todo eso es lo que le hubiera dicho, pero no pudo. Se sobrepasó y de una manera estúpida y ridícula, disimuló el universo extasiado y hormonal de su entrepierna con un simple “¿Cómo?”.

Él ya se había bajado. Ella ahora estaba intentando terminar lo empezado en el baño de la oficina.

Hacía frío otra vez.