"¿Alegría soberana?, ¿El encuentro de la muerte con la muerte?", escribe Maurice Blanchot en El instante de mi muerte (1994) poniendo en juego, otra vez, y sin temor la autorreferencia y ese desastre necesario que se da en el triángulo de la vida, su falta y el lenguaje. "Los árboles caídos también son el bosque", 2015 editado por Bajo la luna, de Alejandra Kamiya narra la muerte con diversas aristas y conduce a una  lectura con intuiciones autobiográficas en los territorios de la genealogía japonesa de la autora. 

"A la llanura se sale, al bosque se entra", escribe Kamiya en El pozo,  un texto con recurso kafkiano que gana peso al conectarse con detalles precisos con los otros once cuentos. El soldado Sato tiene una orden, antes de ser dejado en el medio de la selva en plena guerra, debe cavar un pozo; esa instrucción tan simple como confusa es la que lo llevará a una transformación en su filosofía de supervivencia. 

Sato se vuelve un instrumento en sí mismo, él es la pala que cava, su propio destino en las decisiones que transforma en hechos.  Una toma de riendas que se retoma en el texto Partir en la que la protagonista se reconoce como una "half", "antes se usaba la palabra ainoko, que significa como hijo del amor, pero después de la guerra esa palabra se usaba para los hijos de las japonesas con soldados americanos. Hijos del enemigo"  o que se enfrenta al rostro animal y literal de perder lo más querido (Tan breve como un trébol). La muerte sobrevuela con la culpa que da la satisfacción de desearla; una muerte que adquiere un vuelo estético en Desayuno perfecto, uno de los más logrados cuentos del libro en el que las referencias a imágenes y/o tradiciones orientales se disfrutan en la lectura y no llevan a lo predecible como en las asociaciones con tortugas milenarias. 

Esta búsqueda de perfección se repite en el cuento Arroz, en el que Kamiya introduce una rítmica y pausada figura paterna  que vuelve a aparecer en  Tres sillas - que a su vez queda enlazado en La oscuridad es una intemperie con el dibujo de Agdamus y la forma de interrelacionarse entre vecinas- y en la que la muerte adquiere la forma del miedo ante la enfermedad (se repite en la trama de El pañuelo y el viento) o lo que no se conoce.  El padre como ley será clave en Los nombres, donde la mortífero está puesto en el no decir y nuevamente está la búsqueda del camino para sobrevivir; como el soldado Sato o como las amigas que son separadas en Los restos del secreto; dos niñas que se preguntaban mientras jugaban "¿Cómo será estar muertas?". 

Kamiya altera la continuidad de la lectura con Fragmentos de una conversación en el que la muerte de unas rosas en un jarrón introduce el drama entre una mujer y Teresa, su empleada doméstica con diálogos que funcionan como capas y con Las botas donde la incomodidad adquiere el valor de estímulo.  Los doce textos que componen "Los árboles caídos también son el bosque" resultan virtuosos en sus formas de abordar lo evidente e inevitable de la muerte y sus procesos.  El efecto de la prosa de Kamiya  no muere cuando se cierra el libro. 

La escritura del desastre en un bosque entre Oriente y Occidente

"Los árboles caídos también son el bosque" de Alejandra Kamiya

Cuentos, 128 p. 

Bajo la luna, 2015

Alejandra Kamiya nació en Buenos Aires. Sus cuentos forman parte de las antologías "Por favor sea breve" (Editorial Páginas de Espuma, España), "Los que se vienen y los que se van" (Editorial fundación El Libro, Buenos Aires), y publicó "Los restos del secreto" (Editorial Olmo, Buenos Aires), ganador de los premios Victoria Ocampo en Argentina y Horacio Quiroga en Uruguay; entre otras distinciones.