"He estado buscando un género que me permita acercarme de la mejor manera a cómo veo y escucho el mundo. Finalmente hallé el género de las actuales voces humanas y las confesiones. Hoy cuando los humanos y el mundo se han vuelto tan multifacéticos y diversificados, es cuando notamos lo misteriosos e insondables que podemos ser, la historia de una vida,más que la evidencia documental de esa historia, es lo que nos acerca a la realidad", reflexionó  Alexievich sobre su propia obra.

Alexievich reconoce la influencia del escritor Ales Adamovich en su obra, en especial sus libros  "Soy de Fiery Village"y el "Libro del cerco". Adamovich buscaba la definición perfecta para su género y lo llamó la "novela colectiva" al registrar personas hablando de sí mismas.

La ganadora del Nobel señaló: "Siempre estuve buscando por un método literario que me permitiera acercarme a la vida real. La realidad siempre me atrajo como un imán, me torturó y me hipnotizó. Quería capturarlo en el papel. Por eso me apropié de las voces humanas y sus confesiones, las evidencias de los testigos y sus documentos- Esta es la manera en la que escucho y veo el mundo- como un coro de voces individuales y un collage de todos los detalles cotidianos".

Y agrega: "Esa es la función de mis oídos y ojos. Es la forma en la que mi potencial emocional se realiza completamente. De esta manera puedo ser simultáneamente una escritora, una periodista, una socióloga, una psicóloga y una predicadora".



“Voces de Chernóbil” de Svetlana Alexievich (fragmento)



“Estaba en el hospital. Y sentía tanto dolor… que le pedí a mi mamá: “¡Mamita, no puedo más! ¡Mejor que me mates!”

“Llegó una nube muy negra… Un aguacero… Los charcos se volvieron amarillos… Verdes…Como si les hubieran echado pintura… Decían que era por el polen de las flores… No corríamos por los charcos, sólo los mirábamos.

La abuela nos encerraba en el desván. Se ponía de rodillas y rezaba. Y nos decía: “¡Rezad! Esto es el fin del mundo. Es el castigo de Dios por todos nuestros pecados”.

Mi hermano tenía ocho años, yo seis. Entonces nos pusimos a recordar nuestros pecados: él había roto un bote de mermelada de frambuesa… Yo no le había dicho nada a mi madre de que me había enganchado en una cerca y había roto el vestido nuevo… Lo escondí en el armario…

Mi madre se viste a menudo de negro. Con un pañuelo negro. En nuestra calle cada día
entierran a alguien… Oigo la música3 y corro a casa para rezar, recito el “Padre nuestro”. Rezo por mi madre y por mi padre…”

“Vinieron a buscarnos unos soldados en coche. Pensé que había empezado una guerra.
Pronunciaban unas palabras que no entendía: “desactivación”, “isótopos”…

Por el camino tuve un sueño: ¡Se produce una explosión! ¡Pero yo estoy vivo! No está la casa, tampoco mis padres, no hay ni gorriones ni cuervos siquiera. Me desperté asustado, de un salto…Miré por la ventanilla: a ver si veía aquel terrible hongo.

Recuerdo como un soldado perseguía a un gato… El dosímetro cuando se acercaba al gato se ponía a zumbar como una ametralladora: clic, clic. Tras el gato corrían un niño y una niña… Era su gato… El chico nada, pero la niña gritaba: “¡No se lo daré!” Corría y gritaba: “¡Cariño, huye! ¡Escapa, cielo!” Y el soldado corría detrás, con una gran bolsa de plástico…”



“En casa nos dejamos… dejamos encerrado a mi hámster. Era todo blanco. Le dejamos comida para dos días. Y nos marchamos para siempre…”

Se nos llevaron en un convoy. Los pequeños berreaban, se habían ensuciado. Era una educadora para veinte niños, y todos llorando: “¡Mamá! ¡¿Dónde está mamá?! ¡Quiero ir a casa!”. Yo tenía diez años y las niñas como yo ayudábamos a calmar a los pequeños. Las mujeres nos recibían en los andenes y hacían la señal de la cruz al tren. Nos traían galletas caseras, leche, patatas calientes…

Nos llevaron a la región de Leningrado. Allí cuando nos acercábamos a las estaciones, la gente se persignaba y nos miraba desde lejos. Tenían miedo de nuestro tren, en cada estación lo lavaban largo rato. Cuando, en una parada, bajamos del vagón y entramos en la cantina, ya no dejaron entrar a nadie más: “Hay unos niños de Chernóbyl comiendo helados”. La camarera le decía al alguien por teléfono: “Ahora se marcharán y lavaremos el suelo con lejía, herviremos los vasos”. Y nosotros la oíamos.

Nos recibieron unos doctores. Llevaban unas máscaras antigás y guantes de goma… Nos
quitaron toda la ropa, todas las cosas, hasta los sobres, los lápices y las plumas; lo metieron todo en bolsas de plástico y enterraron las bolsas en el bosque.

Chernóbil

Nos asustamos tanto… Que después, durante largo tiempo, nos pasábamos los días esperando cuando nos empezaríamos a morir…”

“Papá y mamá se estuvieron besando y nací yo. Antes pensaba que nunca me moriría. Ahora en cambio sé que me voy a morir. Un niño estuvo conmigo en el hospital… Vádik Korinkov se llamaba… Me dibujaba pajaritos. Casitas. Y se murió. No tengo miedo de morirme… Te pondrás a dormir mucho, mucho tiempo y nunca te despertarás…

Un día soñé que me había muerto. Oía en sueños como lloraba mi madre. Y me desperté…”

“Quiero contarle cómo mi abuela se despidió de nuestra casa. Le pidió a papá que sacara del desván un saco de grano y lo esparció por el jardín: “Para los pajarillos de Dios”. Recogió en un cesto los huevos y los echó al patio: “Para nuestro gato y para el perro”. Les cortó unos trozos de tocino. De todos los saquitos echó las simientes: de zanahoria, de calabaza, de pepinos, de cebolla…De diferentes flores… Y las esparció por el huerto: “que vivan en la tierra”. Luego le hizo una reverencia a la casa… Se inclinó ante el cobertizo… Recorrió los manzanos y los saludó a cada uno…”

“Yo era pequeño… tenía seis, no, ocho años, creo. Eso mismo, ocho. Lo he contado ahora. Recuerdo que tenía mucho miedo. Tenía miedo de correr descalzo por la hierba. Mi mamá me asustaba diciéndome que me iba a morir. Tenía miedo de bañarme, de zambullirme en el agua… Miedo de todo. Arrancar las avellanas en el bosque. Coger con las manos un escarabajo… Porque el escarabajo anda por la tierra, y el suelo estaba contaminado. Las hormigas, las mariposas, los moscardones, todo estaba contaminado. El jardín, que estaba blanco… De cristal…

Esperábamos la llegada de la primavera: ¿será posible que de nuevo crezcan las margaritas? ¿Como antes? Todos nos decían que el mundo iba a cambiar… Por la radio, por la tele… Que las margaritas se convertirían en… ¿En qué se iban a convertir? En algo distinto… Y a las zorras les saldría otra… una cola más; los erizos nacerían sin púas; las rosas, sin pétalos… Los hombres parecerían humanoides… Sin cabello, sin pestañas… Sólo tendrían ojos…

Yo era pequeño. Sólo tenía ocho años.

Llegó la primavera. En primavera brotaron las yemas y, como siempre, se abrieron las hojas. Hojas verdes. Florecieron los manzanos. Se pusieron todos blancos. Empezaron a oler los cerezos. Salieron las margaritas. Que eran como siempre. Entonces corrimos al río, a ver a los pescadores: ¿los gobios siguen teniendo cabeza y cola? ¿Y los lucios? Comprobamos los comederos de los pájaros: ¿habían llegado los estorninos? ¿Y tendrían polluelos?”

“Lo había oído… Los mayores lo comentaban en voz baja… La abuela lloraba… Desde el año en que yo nací (1986) en nuestra aldea no ha habido ni niños ni niñas. Yo soy el único. Los médicos no querían que yo naciera. Pero mi madre se escapó de la clínica y se escondió en casa de la abuela…Y yo nací en casa de la abuela… Todo esto lo oí a escondidas… No he tenido ni un hermano ni una hermana. Tengo muchas ganas de tener hermanos. Oiga, ¿usted es escritora? Dígame, ¿cómo es eso de que yo había podido no existir? ¿Entonces dónde estaría? ¿En algún lugar muy alto, muy alto, en el cielo? ¿O en algún otro planeta?”

“A nuestra ciudad trajeron una exposición de cuadros. Unas pinturas de Chernóbyl… Por el bosque corre un potrillo, sólo tiene patas, son ocho o diez; un ternero con tres cabezas; en una jaula hay unos conejos calvos, en fin como de plástico… La gente pasea por un prado en escafandras… Los árboles son más altos que las iglesias, y las flores son tan grandes como los árboles…

No pude mirarla hasta el final. Me topé con un cuadro: un niño alarga los brazos, puede que hacia una flor, puede que hacia el sol; pero el niño en lugar de nariz… tiene una trompa. Me entraron ganas de llorar, de gritar: “¡No queremos exposiciones como ésta! ¡No nos traigan cuadros así! Ya sin ellos, toda la gente a tu alrededor habla de la muerte. De los mutantes. ¡No lo quiero!”.

Durante los primeros días había gente, venían a verla, pero luego ni un alma. En Moscú, en Petersburgo, los periódicos escribían que la gente iba en masa. En cambio, aquí, la sala estaba vacía.

Desastre nuclear

He viajado a Austria, para curarme. Allí hay gente que puede ponerse en su casa fotografías como aquellas. Un niño con una trompa… O en lugar de brazos, unas aletas. Y mirarla cada día, para así no olvidarse de los que están mal. Pero cuando vives aquí… rodeado de todo esto… Yo prefiero colgar en mi casa un paisaje bonito… No quiero pensar en la muerte…”

“En nuestra aldea desaparecieron los gorriones… Al primer año después del accidente… Se los veía tirados por todas partes: en los jardines, sobre el asfalto. Los recogían con rastrillos y se los llevaban en contenedores junto con las hojas. Aquel año se prohibió quemar las hojas, eran radioactivas. Enterraban las hojas.

Al cabo de dos años, aparecieron los gorriones. Nosotros nos alegramos y nos gritábamos el uno al otro: “Ayer vi un gorrión… Han regresado…”

Desaparecieron los escarabajos del bosque. Y siguen sin aparecer por aquí. A lo mejor, regresan dentro de cien años, o de mil, como dice nuestro maestro. Yo no lo veré…” “Era primero de septiembre… Cuando empiezan las clases… Pero aquel día no hubo ni un solo ramo de flores. Las flores, ya lo sabíamos, llevaban mucha radiación. Antes de empezar el curso, en la escuela no vinieron a trabajar los carpinteros y los pintores, como antes, sino unos soldados. Los militares segaron las flores, arrancaron la tierra y se la llevaron a alguna parte en unos camiones con remolques. Talaron un gran parque de muchos años. Los viejos tilos. La abuela Nadia…Siempre la llamaban a las casas cuando alguien se moría. Para hacer de plañidera. Y rezar oraciones. La abuela Nadia decía: “Ni ha caído el rayo… Ni ha llegado la sequía…Ni se desbordado el mar… Allí están, caídos como ataúdes negros”. La mujer lloraba por los árboles, como si fueran personas. Los llamaba: “mi buena encina”, “mi querido manzano”…

Al cabo de un año nos evacuaron a todos, y enterraron la aldea.



Mi papá es chófer, él ha ido allí y nos ha contado. Primero se cava un gran hoyo… De cinco metros… Llegan unos bomberos… Con las mangueras lavan la casa desde la punta hasta los cimientos, para que no se alce el polvo radiactivo. Las ventanas, el techo, el zaguán… Lo lavan todo… Y luego una grúa levanta la casa y la coloca en el hoyo… Muñecos, libros, botes tirados… Una excavadora lo recoge todo… Lo entierran todo con arena, con barro y lo apisonan. En lugar de la aldea queda un campo liso. La nuestra la han sembrado de cereal. Allí está enterrada nuestra aldea.
La escuela y el sóviet local…

Allí se ha quedado mi herbario y dos álbumes con sellos; yo había querido llevármelos. Tenía una bicicleta…”



“Tengo doce años y soy una inválida. El cartero trae a nuestra casa dos pensiones, la del abuelo y la mía. Las chicas de la clase, cuando se enteraron que tenía cáncer en la sangre, tenían miedo de sentarse a mi lado… de tocarme…

Los médicos han dicho que me he puesto enferma porque mi padre trabajó en Chernóbyl. Y yo nací después de aquello. Yo quiero a mi padre…”

“Los soldados lavaban los árboles, las casas, los tejados… Lavaban las vacas del koljós… Y yo pensaba: “¡Pobres animales del bosque! Nadie los lava. Se morirán todos. Tampoco el bosque nadie lo lava. Y también se morirá”.



La maestra nos dijo un día: “Dibujad la radiación”. Yo pinté como cae una lluvia amarilla. Y corre un río rojo…”

“Una noche vinieron a por papá. Y no oí cómo se fue. Estaba dormido. Por la mañana vi a mamá llorando: “Nuestro papá está en Chernóbyl”.

Esperamos su regreso, como si se hubiera ido a la guerra.

Regresó y de nuevo volvió a la fábrica. No contaba nada. Pero yo en la escuela a todos les decía orgulloso que mi papá había vuelto de Chernóbyl, que había sido liquidador, que son los que habían ayudado a liquidar el accidente. ¡Unos héroes eran! Y los demás chicos me tenían envidia. Al año mi papá se puso enfermo.

Niños abandonados

Paseábamos por el jardín del hospital… Eso ocurría después de la segunda operación… Fue entonces cuando nos habló por primera vez de Chernóbyl…

Trabajaban no lejos del reactor. Todo se veía tranquilo y en paz, recordaba, hasta parecía bonito. Pero mientras tanto ocurrían cosas. Los jardines florecían. Pero, ¿para quién? Porque la gente se había marchado de los pueblos. Iban un día por la ciudad de Prípiat y en los balcones seguía colgada la ropa, las flores en las ventanas. Bajo un arbusto vieron una bicicleta con la bolsa de lona de un cartero; la bolsa estaba llena de periódicos y cartas. Y sobre ella había un nido de pájaro. Como en el cine, lo he visto…

Ellos “limpiaban” lo que se debía tirar. Arrancaban la tierra, contaminada de cesio y de estroncio. Lavaban los tejados. Pero al día siguiente, todo volvía a “arder”. “Al despedirnos nos dieron un apretón de manos y nos entregaron un certificado en el que expresaban su agradecimiento por nuestra entrega”… Mi padre recordaba y contaba sin parar. La última vez que regresó del hospital dijo: “Si sobrevivo, adiós a la química y a la física. Dejaré la fábrica… Sólo trabajaré de pastor…”

Mamá y yo nos hemos quedado solos. No iré a estudiar al instituto técnico, como quiere mi madre. Al que fue mi padre…”

“Tengo una hermano pequeño. Le gusta jugar a “Chernóbyl”. Construye un refugio, cubre de arena el reactor… Aún no había nacido cuando ocurrió aquello”.

“Por las noches vuelo… Vuelo rodeado de una luz brillante… No es algo real, pero tampoco del más allá. Es eso y lo otro y algo aún de más allá también. En sueños sé que puedo introducirme en este otro mundo, estar en él. ¿O quedarme? La lengua no me responde, respiro con dificultad, pero no tengo necesidad de hablar con nadie. Algo parecido me pasaba siendo más niño. Me invade el fuerte deseo de fundirme con los demás, pero no veo a nadie… Sólo la luz… Una sensación como si pudiera tocarla… ¡Y yo soy enorme! Estoy con los demás, pero ya apartado, separado, solo. En la infancia también veía alguna imagen en color como las veo ahora. En este sueño…

Este sueño me viene a menudo y llega un momento en que no puedo pensar en nada más. Sólo en este sueño. De pronto se abre una ventana… Se produce una repentina ráfaga de viento. ¿Qué es esto? ¿De dónde viene? ¿Adónde va? Entre yo y alguien más se establece un contacto… Una comunicación…

Pero cómo me molestan estas paredes grises del hospital… Qué débil me encuentro todavía… Me tapo de la luz cubriéndome la cabeza porque me molesta ver… Y yo me alargo, me alargo hacia aquello… He intentado verlo… He empezado a mirar más arriba…

Pero llega mi madre. Ayer colgó en la sala un icono. Susurra algo en un rincón, se pone de rodillas. Todos callan: el profesor, los médicos, las enfermeras. Se creen que yo no sospecho nada…No adivino que pronto moriré… Ellos no saben que por la noche aprendo a volar… ¿Quién ha dicho que es fácil volar?

En otro tiempo escribía versos… Me había enamorado de una chica… Era en la quinta clase… En la séptima descubrí qué la muerte existe…

He leído en García Lorca: “la oscura raíz del grito”. He empezado a aprender a volar. No me gusta este juego, pero ¿qué le voy a hacer?

Tenía un amigo. Se llamaba Andréi. Le han hecho dos operaciones y lo han mandado a casa. Al medio año le esperaba una tercera operación… El chico se colgó con su cinturón… En la clase vacía, cuando todos se fueron corriendo a hacer gimnasia. Los médicos le habían prohibido correr, saltar…

Yulia, Katia, Vadim, Oksana, Oleg… Ahora Andréi…

“Nos moriremos y nos convertiremos en ciencia”…(decía Andréi)

“Nos moriremos y se olvidarán de nosotros”…(pensaba Katia)

“Cuando me muera, no me enterréis en el cementerio, me dan miedo los cementerios, allí sólo hay muertos y cuervos. Mejor me enterráis en el campo…”(pedía Oksana)

“Nos moriremos”…(lloraba Yulia)

“Para mí ahora el cielo está vivo, cuando lo miro… Ellos están allí…”

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