Solían decirme que era tuistar y yo solía enojarme, o ponerme un poco colorada porque, aunque a nadie le guste demasiado, ser tuistar era ser algo. ¿Algo pelotudo, algo tonto, algo nerd, algo sin vida? Sí, pero era algo al fin y al cabo. Durante dos años tuiteaba cualquier pelotudez y tenía rebote, recibía piropos, halagos y hasta ofertas de laburo. Pero un día todo cambió y hoy hay oscuridad y silencio en mi timeline.

Hace ya tiempo que dejé de estar pendiente y presente en la red social en donde todos somos capos porque me cansé de algunos vicios. Me enfoqué en laburar, estudiar y dejar de contarle al resto lo que hacía para hacerlo y disfrutarlo mejor. No fue un movimiento superador ya que hoy lamento no contar con esa herramienta para, por ejemplo, poder traccionar un suplemento sobre sexo que lancé en el diario en donde laburo. Estoy segurísima de que en otro momento hubiera tenido mucho más eco, pero yo ya no soy “famosa”.

La escapada fue por motivos personales, como indiqué arriba, pero eso a nadie le importa demasiado, incluso a mí casi que me incomoda decirlo. El 27 de septiembre descubrí que el día de tu cumpleaños es un gran momento para medir tu popularidad en esta red tan inmediata. Dime cuántos saludos recibes por tuiter y te diré cuánta gente faveará y/o retuiteará lo que tuitéas. Y sí, muchachos, este cumpleaños recibí saludos de gente que aún continúa en mí vida de alguna manera, o de gente de base, pero la masa no estuvo allí para festejarme el ya renegado natalicio. Y está bien. Es cierto que dejé de estar presente y el silencio parece ser el precio.

Pero claro, sos reina y princesa cuando con los dedos tejés esa red poderosa que tanto trabajo y dependencia genera. Estar, charlar, interactuar, contar, subir cosas piolas, intentar ser graciosa. Todo eso te pide Twitter, ¿tu recompensa? engordar el ego virtual, agrandar tu grupo de amigos y darte noches de fiesta y tantos asados como tu corazón y tu estómago soporten. Pero después, cuando por razones ajenas a tus dedos, te alejás de la red y, aunque también podés pensar que fue por pelotuda, todo termina diluyéndose como flan al sol.

Además, mi cerebro ya dejó de intentar pensar en cosas para publicar, con la estructura de los 140, los latiguillos y los códigos que corresponden, entonces cuando quiero escribir algo ahí, el músculo tuiteador que no labura hace rato, se agota al instante y queda en una esquina agitado y pidiendo que basta.

Esta es una columna después de meses de no y después de muchas columnas que molestaron, irritaron y se sumaron a mi silencio tuiteril. Creo que con esas opiniones semanales en donde criticaba cada una de las cosas que me irritan de la red, comenzó el principio del fin. Y aquí estoy, entrando de vez en cuando, escuchando sólo el eco de mis frases y leyendo cosas que ya leí, (porque si hay algo que me sucedió con Twitter es que todo lo que todos tenemos para contar, ya lo contamos).

En un libro que estoy leyendo, el protagonista imagina un cuento. Un mundo real- virtual, con anteojos que agregan personajes mitológicos tridimensionales a las calles y un juego que, si perdés, vas a tener que entregar horas de tu concentración al Estado. Así. Perdés el juego y tenés que memorizarte publicidades y marcas. Logos y canciones, porque ahí la concentración se cobra. Y me puse a pensar que ¡wow!, eso bien podría ocurrir pronto.

Laburo en un sitio web y estoy en Twitter desde hace cinco años. Vi cómo todo se fue transformando en otra cosa distinta, con otros códigos pero con mayor desinterés. La información, cuando abunda, deja de ser tan valiosa y nadie le da mucha bola. Me gustaría hacer una encuesta a ver cuántos links eran publicados y clickeados en el 2010 y cuántos hoy. Estoy segura de que la diferencia es bien grande. La concentración ya no se la regalamos a cualquier cosa. De hecho, cuanta menos concentración te lleve algo, mucho mejor.

Fotos de perritos, catástrofes, adopción de gatitos, peleas, controversias, fotos en donde tu prima salió muy en tetas, eso garpa. El resto, todos los proyectos, pymes, emprendimientos, tu compañera de la secundaria y su sección de peluquería, los collares que vende la tía y las notas de ese pibe que conocés de vista y la milita con los obreros y las fábricas en ese diario de izquierda, hacen agua con tres o cuatro likes pedorros. Y así pasa el boom de la viralización. Quien tenía la fórmula para pegarla, hoy está medio perdido.

Como yo, que acá estoy, escribiendo la columna más patética que escribí en mí vida y que la va a leer mi viejo y alguna amiga (si les mando un mensaje pidiéndoselo). Igual, hay algo que me motivó a hacerlo. Porque creo que no estoy sola. Que somos varios los que en su momento estábamos rozagantes de interacciones y hoy, cuando vemos, oímos o pensamos en Juan Perugia, Camila Bordonaba o del travieso y ya nostálgico Gamuza, un poquitito de empatía nos agarra.